EL PAíS › OPINIóN
› Por Mempo Giardinelli
“El país tiene partitura,
pero nadie sabe leerla.”
Charly García
Mientras el país real atraviesa el frío invierno y la vida cotidiana se desliza con regular normalidad, la población parece pendiente de dos contiendas de final incierto: el Mundial de Fútbol y la cuestión de los fondos llamados buitre.
Sin embargo, llama la atención cómo esta sociedad es también capaz de soportar estoicamente el bombardeo informativo local. Por un lado, la notoria mala onda hacia la Selección; por el otro, los malos augurios frente el ataque financiero de los especuladores internacionales. Y a todo eso hay que sumarle el tenaz aleteo de los buitres locales. Que vuelan bajito, es cierto, pero cómo fastidian.
Quizá buen material para estudios sociológicos, los caranchitos argentinos trajinan a diario con tesón digno de mejores causas, pero así son las cosas, nomás, cuando se trata de joderle la vida a la ciudadanía. ¿Y cómo lo hacen? Ya sabemos que mediante la distorsión, la mentira y la insidia. Pero además con una práctica que se conoce menos y hay que resaltar: la distorsión idiomática que están alcanzando y que afecta a todos los argentinos.
Y que no deja de ser preocupante, porque lo primero que permite identificar a una nación es su lenguaje. Y nada define mejor el estado real y profundo de una sociedad que la lengua que habla y cómo la habla.
Hoy en las redes sociales, particularmente en Twitter, así como en los habituales comentarios de lectores de algunos diarios y en la machacona prédica de los noticieros opositores, lo que se aprecia es preocupante y autorizaría a hablar de “buitres lingüísticos” que sobrevuelan nuestro presente –con la misma ferocidad que sus primos de las finanzas internacionales– y cuya misión sería satisfacer “los apetitos dialécticos del público argentino”, como definió el maestro Noé Jitrik en su brillante nota en estas mismas páginas hace unos días.
El uso abusivo de potenciales, la sugerencia maliciosa, la falsificación ideológica de verbos y adjetivos, y, en general, la promoción del odio y la violencia a través de la brutalización del lenguaje argentino resultan, dada la contumacia de sus propaladores, inevitables y es cada vez más peligroso. Por eso conviene poner en evidencia algunos de sus recursos. Por caso:
1. Sometidos a los intereses de sus patrones, temerosos de perder sus puestos de trabajo o por afinidad ideológica con los medios en que se desempeñan, muchos editores de diarios porteños y de provincias titulan utilizando fórmulas apocalípticas, a veces negativas hasta el nihilismo, en procura de formatear las mentes de sus lectores. Son constantes títulos como: “Aseguran que...”; “Temen que...”; “Denuncian que...”; “Se informó que...” Con lo que no hay responsables de esas “opiniones”, que se presentan falsamente como “informaciones”.
2. Otro recurso consiste en reforzar la visión colonizada que saben que muchos de sus lectores ya tienen. Entonces titulan: “Así ven los medios del mundo...”, seguido de citas recortadas de notas editoriales en diarios amigos de Estados Unidos, Europa o nuestra América, muchas de las cuales parecen inducidas por ellos mismos. Y también es frecuente que el texto de esas notas no sea más que el repertorio de opiniones tendenciosas de sus propios corresponsales.
3. En los textos buitre, en general, se abusa de los potenciales: “Fulano habría dicho” significa que Fulano no lo dijo, pero al medio le gustaría que se creyera que sí lo dijo. “Para mañana se espera...” significa que no hay ninguna información cierta más allá de los deseos del emisor. “Testigos presenciales dijeron...” significa que no hubo ningún testigo y que el medio está plantando una versión. “Fuentes extraoficiales informaron...” es otra mentira semántica, porque si las fuentes no son oficiales entonces no hay información sino meras versiones interesadas. Y así siguiendo, como solía decir David Viñas.
4. Devenido ya lugar común, es constante el uso de verbos en presente del modo indicativo (“aconsejan”, “piden”, “denuncian”, “dicen”, “reclaman”, “cuestionan”), los que utilizados en forma absolutamente despersonalizada resultan insidiosos y perturbadores, que es el efecto que se busca.
5. Otra variante es el ocultamiento. Por ejemplo, respecto de la suspensión del juicio al fiscal Campagnoli, se informa que “la jueza María Cristina Martínez Córdoba adujo un pico de estrés” y luego que “se retiró del proceso”. Pero no se informa que la jueza fue amenazada por teléfono y en las redes sociales, donde se dieron a conocer su domicilio y su celular, y se le prometieron escraches si no votaba en favor del fiscal acusado por mal desempeño.
Por fortuna, todavía cierto ingenio argentino advierte estas mañas, y no dejan de producirse simpáticas paradojas. El viernes, debajo de una nota de La Nación titulada “El avión en que llegó Ginóbili, declarado en emergencia”, un comentarista lector ironizó: “Se nota que no era un avión de Aerolíneas Argentinas, porque hubiesen sacado un titular de 6 renglones diciendo que Aerolíneas casi mata a Ginóbili”.
Como sea, las taras formales y lingüísticas cada vez más frecuentes en los corrosivos textos de columnistas notables –la mayoría conversos y ahora verdaderos cruzados que por afán y furia antikirchneristas resultan antinacionales y neocolonizados– no son inocuas y resultan peligrosas. Porque cuando se instala un lenguaje deformante y mentiroso en una sociedad, la capacidad de discernir de esa sociedad se reduce. Y eso afecta a la democracia y a la libertad.
Por eso los buitres lingüísticos son peligrosos y es menester evidenciarlos.
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