Domingo, 12 de octubre de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca
Los consultores de opinión afirman –sobre la base de sus encuestas, claro– la existencia de un estado de ánimo popular que le pide al próximo presidente una mezcla de “cambio” y de “continuidad”. Difícilmente esa combinación, supuestamente mayoritaria en la conciencia ciudadana, pudiera expresarse en un bloque político-social más o menos articulado porque es imposible saber, en semejante grado de abstracción, qué significa “continuidad y cambio”. ¿Continuidad de qué, cambio de qué? Hasta ahora ninguna de las empresas consultoras que sostienen este esquema se ha pronunciado al respecto.
Una probable reinterpretación del clima que las encuestas dicen reflejar sería que lo que “pide la gente” es una moderación de la política. Algo así como una tregua política en medio de tanta tensión. La política, sin embargo, no deja de transitar por el camino estrictamente opuesto; el Gobierno tensa y profundiza los conflictos y las oposiciones mediático-políticas radicalizan más aún su siempre sistemática oposición a cuanto haga, diga o sugiera el Gobierno. En el caso de las oposiciones, hay líderes que se indignan y prometen derogar leyes que su propio bloque legislativo aprobó en su momento. Ahora bien, las tensiones no son frutos de malentendidos ni de caprichos. El Gobierno ha elegido, ante el juego de pinzas entre extorsiones externas y amenazas incendiarias internas (el aviso de los “estallidos para diciembre” que hizo Barrionuevo, por ejemplo) la vía de asumir la intensidad del conflicto. Es interesante apuntar que es la primera vez en muchas décadas que un gobierno adopta ese camino como respuesta a la escalada desestabilizadora de los poderosos; no fue ese el camino que tomaron muchos gobiernos legítimamente electos, quienes consideraron que el camino frente a las extorsiones era la moderación y la negociación. Estuvieron dispuestos a retroceder respecto de un rumbo mayoritariamente votado, para cambiar el clima de guerra por otro de concordia o, por lo menos, de tregua. El final de esta historia es por demás conocido: los gobiernos se debilitan al abandonar el rumbo y los desestabilizadores consuman la ingobernabilidad y la apertura de un nuevo capítulo político. El actual gobierno de Cristina Kirchner transgredió esa norma; no se trata de negarse a cualquier negociación y de hecho estos últimos gobiernos abrieron varias órbitas de negociación con el mundo de las empresas poderosas –desde la reapertura de las paritarias hasta el plan precios cuidados y el Pro.Cre.Ar– aún en las condiciones en que las contrapartes, como se sigue viendo hoy en los supermercados, no se comporten demasiado pudorosamente ante los acuerdos que ellas mismas firman. Lo que se pretende evitar es que la negociación sea el nombre elegante de la capitulación. Es decir que implique el abandono de la propia mirada y su suplantación por la del otro.
Así parecen ser las cosas del lado del Gobierno. ¿Cómo se explica, en cambio, la furia un poco indiferenciadora que han exhibido en estos días quienes desde la política, los medios de comunicación y los centros del poder económico, resistieron cada uno de los pasos del Gobierno? Cuando dentro del vértigo que son las noticias de cada día, rescatamos la escena de una oposición que abandona el recinto sin discutir ni votar nada menos que el Código Civil y Comercial de la Nación, tomamos conciencia de la extraordinaria violencia simbólico-política que están practicando estos sectores. Entonces lo primero que nos viene a la mente es la sensación de que están cometiendo un error político: están abandonando el terreno de la moderación que las consultoras de opinión recogen en sus trabajos. Ahora bien, este supuesto error es el que las oposiciones políticamente organizadas están cometiendo desde hace ya varios años: la exitosa guerra sin cuartel de los tiempos de la Resolución 125 pasó a ser el modelo general de acción política para el bloque social y político que resiste el rumbo del país en los últimos años. Es un modelo sumamente efectivo en su potencialidad de daño, que en muchos casos –como en el del actual conflicto con los fondos buitre– no es solamente para las posiciones del Gobierno, sino para los intereses nacionales. Esa capacidad de daño entusiasma a los propulsores de las escaladas desestabilizadoras, pero tiene un límite político que se ha revelado de modo patente en los últimos cinco años: de esas escenas críticas no surge un liderazgo, un discurso, un proyecto capaz de galvanizar los ánimos y construir otra fórmula de gobierno. ¿Quiénes son los actores que construyen estas escenas? Son grupos económicos con influencia decisiva en el funcionamiento del mundo financiero, fuerzas políticas que pretenden montar sus proyectos futuros en ese ambiente de furia, sectores sociales altos y medios con capacidad de influir “hacia abajo” y, en un lugar central, los grandes medios de comunicación concentrados. Es una alianza heterogénea y con recursos sumamente distintos para capitalizar a su favor la situación. Todos los integrantes de esta coalición desean el surgimiento de una síntesis política capaz de ganar y gobernar en otra dirección. Sin embargo ese hecho no se produce.
En la práctica, el mencionado modus operandi no tiene una lógica ni una temporalidad político-electoral. Su formato lo acerca más a una escena de crisis de gobernabilidad y de ruptura institucional que a un proceso de acumulación capaz de rematar en una elección exitosa. Por otro lado, quienes tienen los máximos recursos para la construcción de estos climas, es decir los grandes medios de comunicación, manejan en buena medida sus tiempos y sus repertorios discursivos; no son un actor más sino quienes deciden sobre el peso de la acción en la escena política. Quien quiera profundizar en esta cuestión podría estudiar los cacerolazos desde el punto de vista de las consignas que en ellos predominaron; casi no había nada en los carteles que no hubiera estado antes en la tapa de los principales diarios y ocupado las pantallas durante veinticuatro horas al día. Todos los casos, todos los argumentos, todas las imágenes de esos diarios y esos canales estaban presentes como libreto de la música de las cacerolas.
Cuando se habla, entonces, de cambio y de continuidad o de moderación en las formas de la política no hay que perder de vista este contexto. Un contexto convulsivo, cargado de profecías apocalípticas que vienen repitiéndose hace muchos años sin que el paso del tiempo y el fracaso logre llevarlas al merecido olvido. Y ese contexto no es casual ni neutral. Corresponde a las formas en que un bloque político-social desplazado del poder procura recuperarlo. No están en la busca de un nuevo presidente o de un nuevo partido en el Gobierno, sino en la de asegurar condiciones para el regreso al ejercicio pleno del poder. ¿Cómo pensar políticamente desde aquí la cuestión de la continuidad y el cambio? Dejemos de lado que no existen la continuidad y el cambio absolutos, cualquier proceso de cambio tiene que convivir con la continuidad y toda continuidad tiene que hacer cambios si pretende proyectarse en el tiempo. La forma ideal de este reclamo encuestocéntrico es una fórmula que asegure la continuidad de las conquistas en un clima menos enervado; hay un candidato, Scioli, que ha enarbolado esta fórmula. En su caso le permite intentar una síntesis perfecta para conseguir lo que necesita. Para conservar fuertes lazos con el gobierno nacional y atraer, a la vez, a muchos críticos que lo ven como el camino para llegar a sus objetivos. Para tallar a la vez en el universo peronista y en sectores medios que no pertenecen a él. No se hará aquí ninguna evaluación moral de esa estrategia porque la moralidad no rige estos asuntos. Tampoco sobre el éxito que pueda tener y ni siquiera sobre qué actitud sería la mejor para quienes quieren continuar y profundizar el rumbo de los últimos años.
La pretensión a la que parece apuntar cierta interpretación del problema de la continuidad y el cambio parece ser la construcción de un amplio “centro” político, de una esfera plural en la que sin renunciar a ninguna conquista pueda perseverarse en esa línea, en otro contexto. A saber, en el contexto de una negociación en la que quienes hoy apuestan a la recuperación plenaria del poder acepten una versión más moderada de lo mismo que se ha venido haciendo en estos años. Habría que imaginarse cómo serían los términos de esa negociación y, sobre todo, la naturaleza de lo que se ofrecería a cambio. En otros terrenos, menos comprometidos con el actual estado de cosas, la fórmula podría ser “un neoliberalismo con rostro humano”, fórmula francamente horrorosa pero sugestiva. En cualquiera de sus variantes, esta fórmula desembocaría sin muchas vueltas en la ya conocida, y fracasada, teoría del derrame, en la que los sectores populares viven con las sobras –eso sí, cada vez mayores– de la acumulación en la cúspide.
Ese centro moderado, no conflictivo y más o menos neutral no existe más que como la retórica de la continuidad del timón político en manos de los sectores del poder concentrado. Dramáticamente lo comprobó la experiencia de la Alianza después de la brutal reconversión neoliberal de la economía en tiempos de Menem; la moderación de ese período solamente consistió en no cambiar nada y esperar que el incendio empezara. Por otra parte, la enunciación de una promesa de moderación no puede prosperar en medio de una práctica absolutamente antagónica en la que los verdaderos objetivos de cada uno aparecen claramente a la vista. Da la impresión de que vivimos una pulseada histórica de gran calibre y que la construcción de un clima de menor tensión vendrá –si es que viene– después de un resultado más o menos estable de esa pulseada.
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