Dom 05.10.2003

EL PAíS

Anzorreguy y Galeano, una amistad de vieja data

El Señor Cinco de Menem y el juez de la causa AMIA se conocen de mucho antes de lo que parece. Una amistad que nació al calor del caso Güemes.

Por S. V.

Luego de que el martes Hugo Anzorreguy cargara la romana al juez Juan José Galeano, muchos sostuvieron que desde un inicio, ellos y Rubén Beraja (ex presidente de la DAIA) habían actuado en la causa AMIA como la santísima trinidad. Es lamentable que les haya llevado tanto tiempo decirlo. En rigor de verdad, al menos dos de los integrantes de esa tríada, el ex jefe de la SIDE y el juez federal, coincidían desde unos años antes del terrible atentado.
Anzorreguy se hizo cargo de la SIDE en enero del ‘90. Unos meses más tarde, el Sanatorio Güemes resultaba denunciado por la presunta reutilización de material descartable. El juez de la causa, Remigio González Moreno, un pícaro, fue acusado de extorsión a los directivos de la entidad. Los letrados que asistían a los poderosos empresarios eran Jorge Anzorreguy y su amigo Roberto Vald. El magistrado que, en paralelo, investigaba las irregularidades imputadas a González Moreno se llamaba Luis Velasco; su secretario, Juan José Galeano.
Un suceso fulminó a González Moreno: su encuentro, un atardecer, con dos policías implicados en la extorsión en una confitería de Las Heras y Pereyra Lucena. Ignoraban que estaban siendo observados por el ojo biónico del secretario Galeano. El alerta se lo había dado Vald, que adujo haber recibido un aviso anónimo. Teléfonos, juzgados, colaboraciones voluntarias llovieron por pura casualidad en el casillero correcto. La del Güemes fue una trama densa, poblada de abogados, policías, ex agentes de la SIDE y agentes en actividad. En el ínterin –y se especuló que para embarrar todavía más una cancha que no se le mostraba propicia–, González Moreno relató que un agente de la SIDE, el capitán Fernández Buezas, le había informado que el Mossad estaba interesado en el asunto. Citado, Fernández Buezas lo negó. Como se ve, González Moreno era un chapucero en el oficio de la mentira.
En junio de 1993, Galeano fue designado juez federal. Nadie dudó: el nombramiento tenía el sello de Hugo Anzorreguy. Un acontecimiento posterior probó el respaldo que ambos se brindaban: en noviembre de 1996, el juez de instrucción Mariano Bergés solicitó la comparecencia de funcionario de la SIDE. Escuchas solicitadas por Bergés a la Ojota y traducidas por el misterioso personaje habían recalado en otro expediente que tramitaba Norberto Oyarbide, un tráfico de información de naturaleza ilegal. Para escamotear al testigo, la SIDE argumentó que el traductor estaba vinculado a la causa AMIA. Tras varios intentos fallidos, Bergés se comunicó con el secretario de Galeano, quien le respondió que en el expediente no figuraba nadie con el nombre del traductor. Con la convicción de que la SIDE le estaba tomando el pelo, Bergés cortó por lo sano y resolvió allanar el edificio de la calle 25 de Mayo.
La diligencia fue abortada por un escrito providencial donde Galeano le notificaba que se trataba de un agente infiltrado entre los sospechosos de atentar contra la mutual judía. Galeano convocó de urgencia esa noche a los miembros de la bicameral que seguía el caso AMIA. Los legisladores corrieron al Salón Gris para escuchar la rocambolesca historia del agente secreto. Al término de la reunión, el juez salió con lo que había ido a buscar: un comunicado de solidaridad (¡!) con su accionar. Galeano había ayudado a su amigo Anzorreguy y los diputados lo ayudaban a él. El único que, aunque tarde, advirtió la maniobra fue Carlos “Chacho” Alvarez, quien visitó a Bergés en Tribunales para conocer la otra cara de la moneda. Las organizaciones judías y la totalidad de la prensa, a excepción de este diario, cerraron filas en torno a Galeano.
Se había producido así el maravilloso contrasentido de que, para proteger la actividad clandestina del “topo” en una investigación a la que le reconocía –y suena a sarcasmo– status de “cuestión de Estado”, el magistrado se lo revelaba a decenas de interlocutores. Quedaba claro que el agente encubierto era una invención. Y ya estaban claras otras cosas: que 100 muertos eran demasiados muertos para un lumpen dueño de un desarmadero y cuatro perejiles de la bonaerense; que para los coches bomba hay tres grandes especialistas: la ETA, los grupos islámicos y los narcos; que la conexión iraní tenía ribetes de bluff: Irán no es un país exportador de atentados y mantenía importantes relaciones comerciales con Argentina. No obstante, el juez y el ex secretario de inteligencia, con el beneplácito general, se dedicaron a cazar iraníes por el mundo. Para resquebrajar la “certeza” de la pista iraní hacía falta que viniera Jaime Stiuso a decirlo. Cosas de la vida.

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