EL PAíS
› OPINION
“Demassié para el body”
› Por Susana Viau
Canoso, robusto, con aire de gordito afable, llegó Felipe. Sus últimas visitas habían sido discretas: algún día de pesca y luego dale que dale a su entretenimiento más reciente, el lobby. Hasta ahí podía pensarse buenamente en una gestión de Estado, en la rosca por la rentabilidad de las empresas españolas y el sostén del Ibex en la bolsa de Madrid. El jueves 1° de octubre, Felipe González Márquez bajó en Ezeiza acompañado de Carlos Slim, la fortuna (blanqueada) más grande de América latina. En realidad, quien venía era Slim y Felipe actuaba de chaperon. O, para decirlo sin eufemismos, de abrepuertas.
Las mutaciones no son nuevas: los embajadores norteamericanos suelen jubilarse en el servicio exterior y transformarse ipso facto en hacedores de negocios. Terence Todman es un ejemplo, el simpaticón James Cheek, otro. Henry Kissinger tampoco tuvo pudores en mostrarse como asesor, consultor e, incluso, valedor de Alfredo Yabrán. Los contactos son el capital que los políticos retirados convierten en segundo oficio, aunque esa frescura ha sido, en general, patrimonio de las derechas. De Felipe, en cambio, se hubiera pensado que estaba obligado a guardar las formas. Su partido tuvo una tradición ambigua y errática, pero tradición al fin y él fue alguna vez Isidoro como colaborador de un grupo con cierta tendencia a la acción directa. Para ser sinceros, el antifranquismo serio se reía de aquel pasado que el PSOE y la prensa pintaron durante la primera campaña electoral y recordaba que el abogado laboralista sevillano que Felipe era entonces no había pasado de entonar, junto a muchos, una canción opositora en la universidad. Sin embargo, el día del triunfo del PSOE, España festejó. Al fin, los ganadores seguían teniendo las palabras “socialista” y “obrero” en el nombre y en sus congresos se cantaba la Internacional. Aunque el congreso fuese el de Suresnes, cuando “abandonaron” el marxismo (como si fuese posible abandonar sin refutar) a instancias de Miguel Boyer y una pléyade de tilingos subidos al tren de la democracia en la última estación. Felipe, en aquella época, andaba de saco de pana, vivía en un departamento bueno y sin lujos de la Calle del Pez Volador, en el Barrio de la Colina; su hijo mayor era un chico igual a cualquiera y su hija María concurría a un colegio progre y gratuito del Hogar del Empleado.
Una década bastó para que todo quedara muy claro: el PSOE y Felipe le hicieron el trabajo sucio a la derecha, se enfangaron en el delito y en la corrupción y como resultado del desencanto apareció el caballerito Aznar. Aún así ha sido presidente del gobierno español, presidente de la Internacional Socialista después de Willy Brandt (lo que no es moco de pavo) y secretario general de un partido centenario que aspira a retornar al poder. El papel de ladero de un millonario mexicano es un poquitín lastimoso. Como se decía en su tierra “demassié para el body, tío”.