Sábado, 9 de mayo de 2015 | Hoy
EL PAíS › PANORAMA POLITICO
Por Luis Bruschtein
La polémica sobre la Corte tiene abordajes resbalosos: se adelanta casi un año la elección de su presidente cuando hay sólo tres jueces activos de una Corte que había empezado con siete; el mismo magistrado que dice defender la rotación en ese cargo se presenta para su tercer período consecutivo; se blinda la permanencia de un juez de 97 años que indudablemente tiene limitaciones de todo tipo, un record mundial, y se trata de evitar a toda costa la designación de nuevos jueces que normalicen este cuadro estrambótico. Todo el minué es para impedir que el actual gobierno intervenga en la integración del nuevo tribunal supremo. Y para encubrir el trasfondo político se lo disfraza con argumentos técnicos “contramayoritarios”. Así el derecho constitucional de este gobierno de proponer candidatos a la Corte se vería como “arbitrariedad” en perjuicio de las minorías. El argumento aparece en los pliegues del debate, en alguna declaración traspapelada de Ricardo Lorenzetti donde se da a entender que su función es ponerle “límites al gobierno de turno” y se difunden implícitos y sobreentendidos sobre supuestos resguardos republicanos que no terminan de blanquearse.
La oposición ha sido más clara que la Corte al anunciar que rechazará a cualquier candidato que proponga el Gobierno para normalizar su composición. Atasca al tribunal en ese lomo de burro y acusa al Gobierno de presionar a Carlos Fayt para producir otra vacante. Pero al mismo tiempo el anciano magistrado deja trascender que va a aguantar hasta que se vaya el Gobierno. El hombre reconoce sus limitaciones, pero se encapricha en seguir por una cuestión política aunque sus responsabilidades ya no las ejerza él sino sus colaboradores. Otro argumento es que el Gobierno está en su último año por lo cual tendría menos derechos para gestionar. No hay razones democráticas ni constitucionales.
No existe motivo para obstruir el curso institucional normal: si un juez es consciente de que ha llegado al límite de sus fuerzas, se retira y las vacantes se llenan sin importar si el gobierno es así o asá o si está en el primero o en el último año porque no son consideraciones que hagan al tema. Se vota a favor o en contra según los méritos de los candidatos y no según quién los proponga. Lo demás es hacer politiquería con la Justicia.
Es difícil encontrar casos recordables anteriores al 2003 de una mecánica que se convirtió en costumbre por parte de muchos jueces y de la oposición al kirchnerismo. Desde 2003, lo que se pierde en elecciones o en votaciones parlamentarias se resiste en la Justicia. Una mecánica que se supone sólo para casos extraordinarios se convirtió en costumbre. De esa manera se llevó a la realidad el peligro sobre el que advirtieron los que concibieron la idea de acción “contramayoritaria” tras la que se excusa este proceso de judicialización de la política. El abuso de esa función termina ubicando por encima del Ejecutivo y el Legislativo dos poderes de naturaleza democrática, a un tercero, el Judicial que es técnico jerárquico, no democrático ni elegido por los ciudadanos.
No se trata de polemizar sobre un tema del que se han escrito bibliotecas enteras. La noción de Poder Judicial contramayoritario tiene más de dos siglos. Pero como en este país la mayoría de los gobiernos han sido conservadores, esta definición pasa a convertirse en cuestión de vida o muerte para la República sólo cuando hay gobiernos que responden a intereses populares. Lo de “contramayoritario” surgió para preservar los derechos de las minorías frente a posibles “arbitrariedades” de los gobiernos elegidos por las mayorías. El Poder Judicial en Argentina está impregnado por esta definición y ha sido, literalmente contramayoritario al convalidar gobiernos elitistas, gobiernos militares o gobiernos que han surgido de proscripciones y fraudes electorales, que han sido la mayoría en estos 200 años de independencia. En ninguno de esos momentos el Poder Judicial sobresalió como protagonista y se limitó a actuar como reaseguro del poder de una minoría sobre la mayoría.
Ha sido contramayoritario, pero no en tanto control democratizador sino como herramienta contraria a los intereses y derechos legítimos de las mayorías. Mientras hubo gobiernos conservadores o de derecha fue sumiso componente de esa estructura de poder. Solamente se ha despertado su contramayoritarismo cuando efectivamente los gobiernos han representado los intereses de las mayorías.
Si la intención de Hamilton o Tocqueville fue democratizante, en este país se remachó una estructura de poder elitista no democrática. En el traslado, la consecuencia está resultando opuesta a la que fue concebida. No es un descubrimiento, porque los pensadores que concibieron esta idea advirtieron que eso sucedería si se abusaba de ella.
Pero además, el abuso de esta función contramayoritaria por el Poder Judicial tiene otras consecuencias nefastas pero muy rentables para unos pocos. En países donde el diez o quince por ciento de la población tiene la mayoría de la riqueza, este poder económico que se hace sentir decisivamente sobre las instituciones, solamente puede ser contrapesado en democracia cuando el resto de los ciudadanos hace valer su mayoría numérica. Si el Poder Judicial se concibe como una herramienta en contra de esta mayoría, finalmente resulta funcional al poder económico y desbarata cualquier equilibrio de la famosa balanza.
La ley de Servicios de Comunicación Audiovisual constituye un leading case de este cuadro desigual. Fue sometida a un larguísimo debate en la sociedad, luego en el Congreso, donde se le hicieron más de cien modificaciones, y finalmente fue aprobada por una heterogénea y amplísima mayoría. Fue un proceso ultrademocrático pero ya pasaron seis años y el Gobierno todavía no pudo instrumentar la desmonopolización del Grupo Clarín, la principal corporación afectada, gracias a la complicidad de jueces “contramayoritarios”. Mientras estos amparan a las corporaciones, hay otros que dieron lugar a cientos de causas contra el Gobierno muchas de ellas sin pruebas y sólo por cuestiones políticas o por interés económico.
Cualquier teoría que no reconozca las fuerzas que confrontan en la realidad corre el riesgo de ser usada en su provecho por la más poderosa. El neoliberalismo que impulsan las grandes corporaciones económicas tiene esa mirada cuando habla de la libertad de mercado o de la asepsia de los jueces y de la objetividad de los periodistas, todas condiciones falsas e imposibles.
Hay un aire de familia entre este concepto “contramayoritario” y la idea de los medios de comunicación como “contrapeso” del Estado. También es una idea que las grandes corporaciones mediáticas activan sólo con gobiernos que representan a la mayoría. De todos los anteriores, incluyendo a las dictaduras militares, han sido socios complacientes y, de la noche a la mañana, se acuerdan de la teoría del contrapeso cuando les conviene para disfrazar sus verdaderos intereses.
Las funciones contramayoritarias en el Poder Judicial y de contrapeso crítico en los medios son necesarias pero sólo pueden cumplir sus objetivos en ambos casos si se democratizan los ámbitos de la Justicia y de la comunicación y se transparentan los intereses y tensiones que los atraviesan. De lo contrario se convierten en un discurso hipócrita de los que representan el interés de los más poderosos.
Pero cualquier propuesta democratizadora en el ámbito de la comunicación es denunciada como un avance populista sobre el derecho a la propiedad y la libertad de expresión y es detenida y retrasada en la Justicia. Y cualquier intento democratizador en la Justicia es denunciado por los grandes medios como un atropello a la división republicana de poderes. El Poder Judicial, mayoritariamente, se resiste a romper esquemas autocráticos que resguardan privilegios de sus propios funcionarios y de sectores minoritarios de la sociedad. Son ámbitos que ofrecen mucha resistencia a democratizarse y al mismo tiempo donde más fuerte resuenan los argumentos hiperdemocráticos del contrapeso y la contramayoría que, en ese contexto, se usan para consolidar esa resistencia a democratizarse. Son argumentos democráticos que se usan contra la democracia.
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