EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
La jueza Servini de Cubría produjo una nueva intervención del Poder Judicial en los asuntos políticos. Amplió el plazo para la normalización del Partido Justicialista, de una manera que habilita las maniobras para provocar su intervención. El justicialismo apeló la medida e intenta mantener el cronograma oportunamente decidido. Ese es el actual cuadro en términos jurídicos pero, con independencia de cómo se tramite en el plano judicial, la situación del partido merece ser analizada en términos políticos. El PJ alcanzó finalmente una fórmula de unidad para conformar su dirección. El significado práctico de este acuerdo se limita a dos objetivos: se intenta evitar la intervención del partido y se esquiva el mecanismo de la elección por los afiliados, entre dos o más alternativas de conducción. Ni intervención ni interna, unidad. Si se intentara dar medio paso más y se buscara algún otro criterio de unidad entre los participantes del acuerdo, sería imposible. Ningún otro principio ideológico, político, táctico o estratégico justificaría la unidad de todo el espectro participante.
Frente a esta evidencia, se levanta toda una serie de atenuantes respecto de la insólita heterogeneidad de lo que sería la futura conducción justicialista. Se habla de “pluralidad”, de “unidad en la diversidad” y se esgrime la condición nacional del peronismo capaz de albergar toda la gama ideológica de los argentinos. Si esto es así, no se entiende para qué hay que tener un partido. Entonces se habla del partido como “herramienta electoral”: hay que tenerlo normalizado para que algunos compañeros puedan participar en las elecciones en su nombre. El relato de la historia del partido es el de la voluntad de un líder, políticamente transformada (a través del éxito electoral) en la voluntad de todo el movimiento, incluida su herramienta electoral. Mientras el líder era Perón esta fórmula tenía sentido político: el peronismo no nació en la oficina de un partido, ni es el fruto de un gran acuerdo programático, nació en la Plaza de Mayo repleta de gente que se había reunido, para rescatar y respaldar a quien consideraba su líder. Todo el recorrido político del peronismo, toda su configuración doctrinaria, su simbología, su lugar en el mundo ideológico de los argentinos nace de ese gran encuentro histórico. De los dos puntos de ese encuentro: la conducción del líder y la creatividad de su pueblo. Ese fue el fundamento del verticalismo, característica inseparable del peronismo mientras vivió su fundador. Los institucionalistas liberales repudian a coro ese relato, lo contraponen al deber ser del partido, a su legalidad, a sus fundamentos doctrinarios prolijamente escritos en doctas plataformas programáticas. No importa para nada esa objeción porque todo lo que merece llamarse teoría política no estudia lo que la política debería ser sino lo que es. “No la imaginación de la cosa sino la verdad efectiva de la cosa” fue la fórmula con la que Maquiavelo fundó la tradición de la teoría política moderna. Después de la muerte de Perón, el peronismo deja de ser el itinerario que la relación entre conducción y pueblo impone en cada circunstancia. Claro está, nunca lo fue del todo en la vida práctica pero esa interacción era la que proveía el fundamento de la legitimidad del movimiento, que no era un conglomerado de fracciones diversas y contradictorias sino una estrategia de conducción, acompañada (y muchas veces transformada en la práctica) por su pueblo. La muerte del líder terminó para siempre con ese principio de legitimación. Mucho más después de que el gobierno de su viuda estuviera signado por el intenso conflicto de fuerzas internas del movimiento y terminara aislado social y políticamente, lo que ayudó al triunfo y consolidación del criminal golpe cívico militar de 1976. No hace falta desarrollar todas las peripecias recorridas por el movimiento desde la reconquista de la democracia hasta hoy. Alcanza con destacar que la nueva forma de legitimación para el liderazgo del movimiento se redujo a la consagración en ese sitio de quien lograra previamente conquistar el apoyo mayoritario del pueblo. Desde ese punto de vista, el Partido Justicialista (que sigue siendo el portador de la memoria histórico-institucional del peronismo) tuvo tres líderes: Carlos Menem, Néstor Kirchner y Cristina Kirchner. Las diversas composiciones del consejo superior partidario no dicen nada realmente importante sobre la historia del partido, más allá de que pudieran servir de termómetro de las relaciones de fuerza internas del PJ.
El peronismo gobernó en dos grandes etapas en la Argentina posterior a 1983, con Menem y con los Kirchner; el interinato de Duhalde fue una transición involuntariamente fugaz entre la experiencia neoliberal y el brusco cambio de rumbo del kirchnerismo. En ambas etapas hubo muchos peronistas “fuera del peronismo”. En la época de Menem todas las corrientes identificadas con las banderas fundacionales de corte nacional-popular del movimiento quedaron fuera del partido o en sus márgenes (dentro del movimiento-fuera del partido era la fórmula que sostenían muchos de esos sectores). En la reciente experiencia kirchnerista hubo un fenómeno inverso que, en este caso, dejó fuera del partido a un conjunto de dirigentes que privilegian la mirada del peronismo como “partido del orden”, plenamente integrado a la práctica liberal-democrática. El arco temporal que va de 1989 a 2015 contiene dos experiencias políticas de signo antagónico protagonizadas en nombre del movimiento peronista.
¿Puede el peronismo sintetizarlas en su futuro histórico? La evidente polaridad estratégica entre los dos períodos lo hace muy problemático, pero lo que sí es seguro es que una “lista de unidad”, fundada en las necesidades jurídicas y en el acuerdo implícito de sus protagonistas de no producir ninguna definición política sustantiva en la coyuntura actual, no constituye ni tiene absolutamente nada que ver con esa síntesis. Una vez más: su sentido se limita a defender el sustento jurídico de una estructura, mientras se posterga sin fecha cierta la discusión sobre el lugar político que esta estructura procurará ocupar. Mantengamos aceitada la herramienta electoral, después disputamos quién la utiliza, es la fórmula de la unidad.
La historia de un partido político, decía Gramsci, no es la historia de sus congresos, sus reuniones, sus dirigentes, sino que es la historia de un país contada desde un grupo social determinado. Instituciones que tienen el nombre de partido político y están validadas ante la justicia hay muchísimas en la Argentina. Eso no significa que haya la misma cantidad de proyectos orgánicos viables para el país; se podría decir entonces que conviene diferenciar lo que es un partido político desde el punto de vista jurídico, de lo que es desde una perspectiva de fuerzas históricas en pugna en una determinada historia nacional. Lo jurídico hace falta, pero lo que le da sentido a lo jurídico es el proyecto de país que pretende representar o al que pretende contribuir.
Desde esa perspectiva, el Partido Justicialista está ante una dramática disyuntiva: tiene que definir su lugar en un proceso político en el que una coalición de derecha ha triunfado electoralmente y está ejecutando –con rapidez y dureza estremecedora– una política de normalización neoliberal de la Argentina. Ese proceso se desarrolla en todos los planos: en el ajuste económico, en la profundización de la desigualdad social, en el agravio a derechos democráticos y populares, en la abdicación de la soberanía nacional frente a los circuitos políticos, judiciales y financieros que la agreden, en el realineamiento con la política militarista y neocolonial de Estados Unidos. Ese proceso ha partido aguas en el interior del justicialismo: nada menos que la consagración del fallo de Griesa y la renuncia a cualquier negociación digna por parte de nuestro país mereció el voto positivo de algunos diputados y de la mayoría de los senadores del PJ. Una cosa es que el partido haya sido menemista en tiempos de Menem y kirchnerista en tiempos de los Kirchner; otra cosa es que sea al mismo tiempo menemista y kirchnerista en la época de la restauración neoliberal. Ese es el punto en que la fórmula –criticable y a la vez legítima– que consagra líder a quien gana el apoyo popular, entra en una zona crítica: ¿qué tipo de identidad social puede construirse desde semejante conjunción? Todo el mundo justicialista sabe que esa conjunción es inviable y que perecerá en plazos no largos. ¿De qué se trata entonces? De darle prioridad a la solución jurídica y postergar la resolución sobre qué coalición interna del PJ será la que gane la puja por el manejo de la herramienta electoral. Vistas así las cosas, el acuerdo no tiene gran significación política. No es bueno ni malo, no importa. El partido quedaría validado jurídicamente y, al mismo tiempo, reducido a la nada misma como actor político en la actual circunstancia. Para que tuviera algún significado tendría que lograr, como mínimo, que los miembros de la conducción unitaria aseguraran el voto en común de las bancadas parlamentarias en las cuestiones decisivas para el futuro del país, desde los derechos laborales hasta la composición de la Corte Suprema; esa cuestión tan elemental sería, en la actual circunstancia, una proeza política de alcance histórico. Lo que está claro es que la colocación política del movimiento peronista no dependerá de esta “conducción” unificada sino de una disputa más profunda en su interior. Una disputa que ya está en pleno desarrollo y que es una manifestación en el interior del partido y del movimiento, de la gran disputa en la que ha entrado este país. Es la que pone en juego si el macrismo se consolida en las elecciones del año próximo y se perfila hacia una dirección más o menos duradera de gobierno o encuentra en la política argentina un freno en lo relativamente inmediato y un cambio de orientación para dentro de cuatro años. La pregunta para los que en el interior del peronismo se pronuncian por frenar y derrotar al neoliberalismo es desde qué plataforma histórica y política puede cumplirse ese designio, como no sea desde la valoración, el rescate crítico y la profundización del curso adoptado por el país en los anteriores doce años. Todo lo que ocurre políticamente en el país adquiere o no significado según su lugar en esta disyuntiva histórica. Claramente la unificación de las listas del PJ no tiene ningún significado destacable.
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