Dom 24.04.2016

EL PAíS  › OPINION

Ciudadanía

› Por Edgardo Mocca

Más allá del clima emocional que la rodeó, la intervención de Cristina Kirchner en el acto popular que la recibió en Comodoro Py produjo una novedad política y discursiva de mucha importancia. La ex presidenta propuso un “frente ciudadano”. Puso el sustantivo “frente”, característico de las propuestas populares y de izquierda a través del siglo XX, al lado de una expresión a la que suele ser más frecuente encontrar en el vocabulario liberal o liberal-democrático. La palabra frente tiene algo así como una doble historia: por un lado, los frentes realmente existentes, sustentados en acuerdos entre fuerzas y sectores diferentes que acuerdan unirse en una circunstancia concreta, sobre la base de una plataforma común; por otro lado, la palabra fue utilizada como síntesis de una determinada estrategia política, para designar el arco de fuerzas factible de ser unida en una coyuntura determinada, aún cuando tal unidad no se hubiera hecho todavía efectiva. En la historia de las izquierdas posterior a la Primera Guerra y a la Revolución Rusa, la definición del frente a construir, y particularmente el grado de su amplitud, fue un factor central de las disputas políticas y una de las causas frecuentes de sus divisiones. Frente obrero, frente popular, frente democrático... cada formulación traía consigo un grado distinto de radicalidad y amplitud política, cuyos respectivos extremos eran el sectarismo y el oportunismo.

Curiosa palabra la elegida por la ex presidenta para un frente que, por lo menos por ahora, pertenece a la especie de las fórmulas estratégicas y no a la de los acuerdos políticos reales. El comienzo del apogeo de la ciudadanía puede ubicarse en la Revolución Francesa, nada menos que en el contexto de la proclamación de los derechos “del hombre y del ciudadano”. Es decir, fue la revolución burguesa la que puso en el centro el concepto de ciudadanía, como fundamento cultural de la común pertenencia a un estado-nación. Fue Thomas Marshall, un sociólogo y economista inglés, quien en 1949 formulara una interesante interpretación de la ciudadanía en el contexto del capitalismo. Se trata de una perspectiva optimista que piensa la historia de la ciudadanía en occidente, en términos de evolución progresiva y hasta rectilínea: el siglo XVIII es el siglo de la “ciudadanía civil”, el de los derechos individuales; el siglo XIX es el de la “ciudadanía política”, que gira en torno de la ampliación (masculina) del derecho al voto y el siglo XX es, finalmente, el de la “ciudadanía social”, expresada en una serie de derechos legalmente reconocidos a los trabajadores y a los sectores más pobres de la sociedad. El optimismo de la periodización expresa el clima de la época en que fue pronunciada, en la situación de la segunda posguerra, la reconstrucción de las economías europeas y el comienzo de los Estados de Bienestar en la zona más desarrollada del mundo. Más que por ese ingenuo esquema evolucionista, las reflexiones de Marshall adquieren actualidad, en cuanto colocan en el centro las relaciones tensas y contradictorias entre la sociedad capitalista y la ciudadanía. La ciudadanía es pensada como pertenencia a la comunidad nacional; una pertenencia que tiene como requisito central la construcción de un piso básico de derechos dentro de una sociedad sistemáticamente creadora de desigualdades, como la que gira en torno al capital. Marshall dice que el concepto de ciudadanía ha llegado a ser “el arquitecto de una desigualdad social legitimada”.

Los llamados “derechos sociales” son el núcleo duro de la ciudadanía contemporánea. Funcionan como un pacto de clases, en el que las desigualdades originadas en la economía se compensan con un conjunto de prestaciones sociales que permiten vivir a todos como personas “civilizadas”. Buena parte de la doctrina de la ciudadanía social surgió de los sectores más lúcidos de la burguesía y no tuvo ninguna revolución social en su agenda; era más bien una ideología pragmática que completaba en clave sociológica las claves de política económica fundadas por Lord Keyness. Razonablemente la izquierda partidaria de la revolución impugnaba el discurso de la ciudadanía como relato embellecedor del capitalismo y ocultador de sus tendencias inevitables a la concentración de la riqueza y al crecimiento de la desigualdad. Es en ese registro que el entonces coronel Perón les habló a los empresarios en la Bolsa de Comercio, en agosto de 1944. Allí presentó su proyecto de justicia social, sustentado en una fuerte representación sindical de los trabajadores, como única alternativa a la radicalización de las masas y su inevitable consecuencia, la guerra civil.

A pesar de nuestro culto a la propia excepcionalidad, nuestro país atravesó, a su manera, las grandes peripecias mundiales de las últimas décadas. Conoció su estado social de la mano del peronismo a partir de 1945, con llamativa simultaneidad a la generalización de las conquistas obreras en el mundo, particularmente en Europa. Vivió la crisis y la derrota de las políticas de industrialización y redistribución de los recursos, basadas sobre una fuerte intervención estatal, desde mediados de los setenta del siglo pasado, a partir de la gran crisis del capitalismo de entonces y el comienzo de su reestructuración bajo la égida del capital financiero. Nuestra dictadura fue, junto con la chilena, una de las experiencias del laboratorio neoliberal, en la dirección que adquiriría potencia mundial con los gobiernos de Thatcher en Gran Bretaña y Reagan en Estados Unidos. En 1989, mientras la caída del muro de Berlín señalaba el fin del campo socialista hegemonizado por la Unión Soviética, el nacimiento de la breve experiencia del mundo unipolar y el consenso universal del neoliberalismo, en Argentina comenzaba una nueva etapa de la reconversión estructural, cultural y política del país, bajo el imperio de esa ideología. Sin forzar demasiado el esquema teórico, podemos aceptar que estos tiempos, los del nuevo siglo, son tiempos de crisis de la ciudadanía. No es solamente una época de restricción de los derechos laborales y sociales –que también lo es, como lo atestiguan las políticas europeas de la “austeridad” y el rumbo autoritario e imperial que profundiza la primera potencia mundial– sino que es una instancia de segregación de cientos de millones de seres humanos sumergidos en la pérdida de los más elementales derechos civiles y políticos, como lo revela la llamada “crisis humanitaria” que sufren masas de personas de Africa y el Oriente medio, emigrados hacia una Europa cada vez menos hospitalaria y en pronunciado giro xenófobo y racista.

Los doce últimos años en la Argentina son dignos de ser pensados en clave de historia de la ciudadanía. El capitalismo argentino no dejó de ser creador y reproductor de enormes desigualdades (laborales, medioambientales, regionales, de género y otras). No se eliminó la pobreza ni la exclusión social. Sin embargo, tuvimos un Estado actuando a contracorriente, interviniendo, redistribuyendo, activando y politizando regiones de la convivencia social que estaban enterradas en la naturalización (“pobres habrá siempre”, pontificó Menem en su momento). Se ampliaron derechos, se incorporaron sectores antes marginados, se estableció la solidaridad como valor central a desarrollar (la patria es el otro). Basta para establecer este juicio el contraste con la crueldad estatal desplegada en estos meses con la megadevaluación, los tarifazos, los despidos masivos, la represión de la protesta laboral y la criminalización de la protesta social como el que sostiene la ilegal detención de Milagros Sala. De manera que la fórmula del frente ciudadano podría ser interpretada como un amplio acuerdo en defensa de la ciudadanía, entendida esta última como pertenencia a la comunidad y derecho de participación en el patrimonio común.

La ciudadanía sigue teniendo su sede en el Estado nacional. No significa que la calidad de su ejercicio en ese ámbito no esté condicionada por la profunda crisis del capitalismo mundial, por la escandalosa concentración de la riqueza y el poder a escala planetaria, o por el carácter predatorio y timbero que ha adquirido el funcionamiento de las finanzas globales (el caso de los Panama Papers ilustra la masiva inclusión de los ricos entre los ricos de nuestro país en este paradigma). Pero la fantasía de una ciudadanía global que predominó en la década de los noventa ha cedido su lugar a la evidencia de que la única sede posible de los derechos ciudadanos está alojada en la política nacional, la única en la que funciona el incompleto principio de “un ciudadano/a-un voto”. Ciudadanía es un nombre posible de la patria, como sede de la pertenencia común. Como la muestra la experiencia de la última década –particularmente en el sur de América– existen espacios de soberanía y autonomía de la política respecto de los poderes globales, cuya exploración le da a la política el único sentido que puede legitimarla.

Frente ciudadano no es entonces una estructura, ni un molde al que adaptar la realidad política. Es la construcción de un principio de diferenciación central para la disputa política. Un principio que no separa a un partido o a una coalición de otra, ni a un dirigente de otro, sino que postula la defensa del ejercicio de la ciudadanía como el motor que le puede dar impulso a una práctica política. Una concepción que proyecta el debate más allá de los episodios electorales. Que lo coloca en el lugar del “buen vivir” que evocan nuestras culturas originales. Que entronca con la tradición de lucha de los trabajadores, de los sin tierra y sin techo y las une con el vasto universo de quienes necesitan políticas públicas que protejan a los vulnerables y que defiendan el desarrollo autónomo del país.

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