EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Hay un dato estremecedor sobre el denominado golpe blando sucedido en Brasil y es que, mayormente, no se tiene ni la menor idea sobre el motivo jurídico usado para suspender en sus funciones a Dilma Rousseff. Los medios locales e internacionales casi no destinan líneas al respecto, y cuando lo hacen se trata de un elemento informativo al que dan importancia nula.
Lo cierto es que la presidenta brasileña fue apartada de su cargo bajo la acusación de maquillar cifras relativas al déficit presupuestario. En Brasil se llama a eso “pedaladas fiscales”, pero el nombre es lo de menos. Dilma cayó, y según parece sin probabilidades de retorno al poder, no por causa de corrupción alguna –ni individual ni institucional– sino por el modo de calcular los fondos de bancos públicos en la estimación de números fiscales. La voltearon por sus virtudes y jamás por sus grandes errores; y la reemplaza un monigote corporativo, acompañado de un gabinete sin negros ni mujeres, plagado de empresarios facinerosos. Concretamente, la acusaron de haber acumulado deudas contables por unos 15 millones de dólares que, en lugar de registrarse en los balances oficiales, fueron usados para depositar fondos a fin de pagar seguros de desempleo, subsidios y créditos a familias. Más allá de la enorme porción de los denunciantes y operadores sí implicados en graves acusaciones por corruptelas de todo tipo, lo notable es que, jurídicamente hablando, tumbaron a una jefa de Estado sobre la base de interpretaciones en la forma de computar cuentas públicas. O más y peor todavía: por regular la plata que el Estado se debe a sí mismo en función de necesidades sociales. ¿Suena familiar? Es análogo al disparate del juez Claudio Bonadio, en la causa contra Cristina y otros acerca del manejo con los dólares a futuro que, de acuerdo con lo que viene a saberse ahora, implica al propio juez; al actual vicejefe de gabinete, Mario Quintana, y al actual presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger, en la misma operatoria y entre otros. Analogías que no concluyen allí pero que sí lo hacen en la más grande de todas, cual es la de aleccionar a los pueblos en torno de que nunca más deben optar por esas experiencias populistas capaces de haber perjudicado, siquiera en mínima parte, a los intereses del gran capital. Cuando se constata que el entramado que volteó a Rousseff y apunta a Lula –quien a pesar de todo continúa al tope de las preferencias electorales– está constituido por una sarta de bandidos nucleados en grandes medios de comunicación, facciones del poder judicial, personeros del agronegocio y establishment industrial, entre no muchos más, sólo un ciego político puede no hacer comparaciones argentino-brasileñas y regionales en general.
La desfachatez de Bonadio, según es vox populi en el ámbito tribunalicio, no tiene ni apenas el límite de su encono enfermizo contra la ex presidenta ni el de su ostensible respaldo en los medios de prensa que alientan la persecución. Cuando Cristina se presentó a la indagatoria, el 13 de abril pasado, el juez no fue capaz de mirarla a la cara. El sentido común supondría, ya tarde, que razones elementales de pudor debieron haberlo llevado a operar de una forma no tan grosera. Es el mismo Bonadio quien afronta una denuncia penal, impulsada por el fiscal Jorge Di Lello, en la que se acusa a Sturzenegger por acceder al pago de los contratos en dólares a futuro, y al juez por autorizarlo. Esto significa que el propio magistrado actuante contra Cristina y catorce de sus funcionarios, en la presunción de haber defraudado al Estado por vender dólares a precio bajo que luego implicarían pagar una gran diferencia a los compradores, fue el encargado de habilitar el mismísimo y supuesto desfalco. Y no fue otro que el gobierno de Macri el que provocó una devaluación del 40 por ciento en el valor de la moneda; por tanto, no fue otro el que benefició a los adquirentes de las divisas contrariando la estimación del tipo de cambio que el Congreso Nacional había aprobado en el Presupuesto de 2015. De hecho, Di Lello pidió que se solicite a las entidades correspondientes “el listado completo de las personas físicas y jurídicas que adquirieron dólar a futuro entre el 15 de octubre y el 20 de noviembre de 2015”. Sturzenegger, el pagador, continúa procesado por las maniobras financieras del megacanje en 2001. El hoy presidente del Banco Central era entonces secretario de Política Económica y, cuando la cesación de pagos ya era tan inminente como la brutal devaluación que negó el macrismo durante la campaña electoral, favoreció el negocio de los bancos Santander, Francés, Galicia, Citigroup, HSBC, JP Morgan y Crédit Suisse First Boston. Esas fueron las entidades que aportaron casi la totalidad de los bonos involucrados en el megacanje de De la Rúa, ganando comisiones financieras por alrededor de 150 millones de dólares gracias a hacer de intermediarios de sí mismos. Hoy, quince años después, el listado de compradores de dólar futuro beneficiados por la devaluación involucra a varios funcionarios, dirigentes y amigos del PRO, que ni se gastaron en desmentir las revelaciones periodísticas difundidas hace menos de un mes. La familia Macri, a través de Chery-Socma, compró 8 millones de dólares a futuro que se vieron multiplicados por la devaluación de meses después. El jefe de asesores presidencial y apoderado nacional del PRO, José Torello, compró 800 mil dólares el 27 de octubre. La empresa Caputo S.A., del amigo presidencial y empresario de la construcción Nicolás Caputo, adquirió en el Mercado a Término de Rosario 3,56 millones de dólares ente el 8 y el 27 de octubre. Mario Quintana, secretario de Coordinación Interministerial y ex CEO de Farmacity, compró 11,5 millones de dólares futuro antes de la devaluación, aunque el jefe de Gabinete, Marcos Peña, aclaró que la compra no fue de él sino de la empresa en la que él estaba. Cablevisión, del Grupo Clarín, compró 11 millones de dólares con su perspectiva de futuro. El diario La Nación, otros 4 millones.
La ofensiva de estos republicanistas no se encontró con la nada misma en el curso de los cinco meses de su gobierno. No, por lo menos, en el arco social que mantiene altos reflejos de movilización. El jueves pasado se agregó una multitud de la comunidad universitaria, la más grande de los últimos quince años. Y, completamente ninguneada en los medios, otra marcha impactante, multisectorial, de sindicatos y organizaciones de médicos, docentes, judiciales, estatales, quinteros, cooperativistas, se llegó hasta las puertas de la gobernación bonaerense. Fue la manifestación más categórica contra la política salarial de María Eugenia Vidal. Por ahora, sigue tratándose de protestas masivas pero con una dispersión que encuentra correlato en el astillamiento parlamentario de la fuerza opositora. Como escribió el sociólogo Atilio Borón (Página/12, viernes pasado), “en tiempos oscuros como los que estamos viviendo: guerra frontal contra el gobierno bolivariano de Venezuela, insidiosas campañas de prensa en contra de Evo y Correa, retroceso político en Argentina, conspiración fraudulenta en Brasil”, el pecado más grave sería rehusar una profunda autocrítica y recaer en los mismos desaciertos. “En el caso de Brasil, uno de ellos fue la desmovilización del PT y la desarticulación del movimiento popular, que comenzó en los primeros tiempos de Lula y que, años después, dejaría a Dilma indefensa ante el ataque del malandraje político. El otro, íntimamente vinculado al anterior, fue creer que se podía cambiar Brasil sólo desde los despachos oficiales y sin el respaldo activo, consciente y organizado del campo popular”. Eso también suena familiar si es por el decurso habido en Argentina, con la derrota imprevista del kirchnerismo aunque por vías no fraudulentas como las del vecino. Y como apuntó el colega Martín Granovsky, también en este diario pero el día anterior, “la actual oposición argentina fue muy módica en presencia física junto a los agredidos de Brasil”. Pocos se subieron un avión, a sólo tres horas de vuelo, “para confortar a Dilma, abrazar a Lula o tomar parte en actos públicos”. Se cuentan Adolfo Pérez Esquivel, Jorge Taiana, Hugo Yasky y Eugenio Zaffaroni. “Los motivos de esa ausencia física pueden ser diversos. Una posible razón es que, a menudo, los dirigentes no terminan de comprender algo que dice Lula: ‘La confianza y la política no se construyen por celular, sino tocando al otro y mirándolo a los ojos con una copa de vino en la mano’. Otro motivo político es el ensimismamiento de cada fuerza política en su propio país. En el caso argentino, por efecto de la derrota frente a Macri el 22 de noviembre”.
La semana pasada, el ministro de Hacienda habló en una cumbre de ejecutivos de finanzas y confirmó que habrá un amplio blanqueo de capitales, como recurrente eufemismo de perdón para grandes evasores. En llamativa sintonía con el escándalo de los Panama Papers (Panamacri en su ignorada traducción local), o en todo caso con la urgencia de conseguir fondos de donde sea porque la lluvia de dólares aún está esperando otro meteorólogo, Alfonso Prat-Gay dijo que el mundo va a un cambio histórico, a partir del año próximo, con el intercambio automático de información financiera. Sería tras un acuerdo suscripto en Berlín en 2014 y por el cual se dispondrá, instantáneamente, de datos sobre bancos, movimientos financieros y titulares de cuentas. Los reyes no son los padres, según el ministro, y en consecuencia agregó que “no habrá lugar donde esconder la plata”.
Esa humorada de Prat-Gay es compatible con creer que a la presidenta de Brasil la voltearon por corrompida y que a Cristina la procesaron por otro tanto. Y no porque retornan a la región los vientos neoliberales, ahora disfrazados de lucha contra la corrupción para volver a robar cuanto se pueda sin siquiera repartir un poco.
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