EL PAíS › LA CRISIS DEL SISTEMA UNIVERSITARIO Y EL AVANCE SOBRE LA LIBERTAD DE INGRESO
Opinión
Por Eduardo Grüner *
Un hombre de mediana edad se acercó respetuosamente y me dijo, casi en voz baja: –Disculpe, profesor, no quiero interrumpir su clase, pero necesito sacar el auto, ¿puede ser? Por supuesto, inmediatamente los estudiantes (unos 150) apartaron unos metros sus sillas y le hicieron un “túnel” al correcto vecino. Unos minutos antes habíamos sido duramente increpados por otra vecina, a la que aparentemente le impedíamos dormir la siesta. Logramos calmarla y convencerla (a medias) de lo excepcional de la situación, la importancia de la defensa de la educación pública, etcétera. Esto ocurría sobre la calle Puán, frente a la fachada ya bastante exhausta de una antigua fábrica de cigarrillos desde hace décadas transformada en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Cientos de escenas equivalentes se repitieron en toda la ciudad, allí donde hubiera una facultad o un colegio preuniversitario, pero también en vagones de subte, estaciones de tren, plazas, escalinatas. Una multiplicidad de mini-dramas urbanos, como esos que analizaba la “microsociología” de Erving Goffman, pero que en este caso pusieron a miles de estudiantes, docentes y (mal llamados) no docentes literalmente en el espacio público: es decir, en el “escenario” de la política grande. Y ello sin alterar sustantivamente el desarrollo de los programas. Es fundamental que la sociedad entienda bien esto: seguimos dando clase. No se usó ese “estado de excepción” con irresponsabilidad festiva, ni para sustraerse a las obligaciones: se avanzó en los “contenidos” que correspondieran, solo que muchísima más gente pudo escucharnos, si así lo querían. Salvo por el día jueves 12 (en el que esos miles de gotas de agua se precipitaron en una gran catarata cantarina y pacífica, pero desbordante e indetenible) no se perdió un solo día de clase. La medida de protesta, sin dejar de serlo, derramó a la educación sobre las calles, donde cualquiera que lo deseara podía escuchar una clase sobre física nuclear, o sobre la psicología de la Gestalt, o sobre las propiedades del ácido oxirribonucleico, o sobre Walter Benjamin, o sobre teología medieval. Eso es, exactamente, la educación pública. En una de mis clases yo sugerí –un poco en broma, un poco en serio– que, si bien comprendía el uso de la expresión en este caso, en verdad todas las clases en una universidad como la UBA son públicas, de manera que a estas deberíamos llamarlas IUCA (Intervenciones Urbanas de Carácter Académico). Los muros de una facultad sirven para trabajar más cómodos y protegerse del frío o de la lluvia, nada más. Cualquier transeúnte curioso tiene perfecto derecho a entrar a una facultad y escuchar una clase que le interese, sin necesidad de estar “inscripto” en carrera o materia alguna. Desde ya, casi nadie lo hace. Muchos no lo harán porque en efecto no les interesa, y no tienen por qué hacerlo. Pero otros muchos no lo saben, o aún sabiéndolo no se animan, así como los miembros de las clases populares raramente se animan a entrar a los conciertos gratuitos del Teatro Colón (si es que aún existen: no lo sé). La sociedad de clases levanta barreras culturales invisibles pero infranqueables ante la conciencia de aquellos/as que presuponen que no “pertenecen” a esos espacios. Y bien: ahora saben –y habría que sacar conclusiones al respecto– que la universidad pública (pero es solo un ejemplo: que todas las “instituciones públicas”) les pertenecen. Y no únicamente (que ya sería bastante) porque son ellos, los ciudadanos/as, los que las sostienen con sus impuestos, sino porque –aunque en general esto ocurra de manera no consciente– es la sociedad la que las ha construido y reconstruido una y otra vez, muy trabajosamente, y a veces sufriendo extrema violencia. No tiene por qué, pues, sufrir esa otra violencia ideológica, consistente en que ciertas fracciones de las clases dominantes les secuestren esa construcción institucional, haciéndoles creer que cosas como la educación, la salud, la vivienda o, para decirlo todo, la política y el Estado mismo son graciosas concesiones que arroja desde el cielo algún demiurgo todopoderoso. Y eso para no mencionar que, en nuestro actual contexto político, tales “arrojos”, aún con la cuestionable filosofía a la que responden, son menos que inexistentes: al contrario, el único “plan” (o “modelo”, o “proyecto”) que se distingue borrosamente, es el de hacer desaparecer hasta el trabajo que la sociedad se ha tomado para aquellas construcciones. Por eso, sacar la universidad a la calle no fue solamente –como si fuera poco– una demanda multitudinaria de justicia para el salario docente y no docente, el presupuesto educativo, el boleto estudiantil, la situación de barbarie de los “ad honorem”, y así siguiendo. Fue también, y tal vez descubramos que fue sobre todo, un llamado de atención sobre la dignidad de la lucha de cada uno y cada una de los sujetos sociales para que las denominadas “instituciones” sean auténticamente instituidas por la sociedad en su conjunto en su carácter “público”. Quizá –permítaseme esta módica utopía– algún día lleguemos a una sociedad donde todos y todas quieran participar, de una u otra manera, en una clase pública. Cuando ello suceda, habremos vuelto todos a la “política grande”.
* UBA.
Opinión
Por Sergio Friedemann *
El mismo juez que ju(z)gó a favor del Grupo Clarín, evitando que deba adecuarse a la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, ahora declara inconstitucional el derecho a la educación superior. Se trata de Pablo Cayssials, quien dio lugar a una demanda de la Universidad Nacional de La Matanza fundada en la autonomía universitaria. No se le puede negar cierta coherencia política a los fallos político-judiciales del magistrado. En ambos casos, contra la intervención del Estado y la ampliación de derechos, a favor de las minorías y de la “autorregulación” del mercado.
Hay que recordar que en octubre pasado fue aprobado por el Congreso de la Nación un proyecto de la diputada del FpV Adriana Puiggrós que modificó la Ley de Educación Superior, estableciendo por ley el ingreso irrestricto y la gratuidad. Si bien muchas universidades nacionales la ejercen al menos desde 1984, otras se han valido de la “autonomía universitaria” para tomar exámenes de ingreso y así restringir el acceso según variados criterios de mérito académico. Como hemos mostrado en esa oportunidad (ver Página/12 del 20/11/2015), el PRO no estuvo a favor de esa modificación y ahora se vale del partido judicial para eliminar de facto una ley votada democráticamente.
Como se sabe, la autonomía universitaria no es un valor absoluto. Como toda institución de carácter público, es el Estado Nacional el que es capaz de delegarle mayor o menor capacidad de darse sus propias normas de funcionamiento. En otras palabras, el grado y características de la autonomía es la establecida por ley. Y las leyes se aprueban, se modifican o se eliminan por la acción del Poder Legislativo. Es cierto que el Poder Judicial controla la constitucionalidad de dichas normas. ¿Qué dice la Constitución sobre la autonomía universitaria? Afirma, en su art. 75, inc. 19, que corresponde al Congreso “sancionar leyes de organización y de base de la educación que consoliden la unidad nacional respetando las particularidades provinciales y locales; que aseguren la responsabilidad indelegable del Estado, la participación de la familia y la sociedad, la promoción de los valores democráticos y la igualdad de oportunidades y posibilidades sin discriminación alguna; y que garanticen los principios de gratuidad y equidad de la educación pública estatal y la autonomía y autarquía de las universidades nacionales”.
Eso es todo lo que dice la Constitución sobre la autonomía universitaria, la cual no define. Queda no obstante claro que la calidad y grado de autonomía efectiva será la que establezca el Congreso a través de la legislación. Lo que la Constitución exhorta al respecto es que sean garantizadas la igualdad de oportunidades, la gratuidad y la equidad, siendo indelegable la responsabilidad del Estado en esa materia. Resulta hasta cínico que en un contexto en el que el Estado no garantiza que las universidades puedan pagar la luz, lo cual hace imposible toda autonomía y autarquía, se falle contra el ingreso irrestricto y no contra los ajustes tarifarios establecidos por el gobierno nacional.
Siguiendo con la lógica del juez, no importa tanto la letra de la Constitución cuando trata de la igualdad de oportunidades como cuando menciona la abstracta autonomía. En términos jurídicos, la causa iniciada por la Universidad Nacional de La Matanza es contra el Ministerio de Educación de la Nación, que no interpuso ninguna apelación. Por eso, la Cámara Federal dio por firme el amparo. Es llamativo, por tanto, que una ley que el PRO no votó pero que fue aprobada por la mayoría de los representantes del pueblo, sea invalidada por el fallo de un juez, confirmada por la Cámara tras la anuencia del Poder Ejecutivo, ahora en manos del partido que votó en contra de la gratuidad universitaria. Todas las partes, y también el juez, parecen estar del mismo lado del mostrador en lo que dice ser la administración de lo justo. Ojalá no sea este el puntapié inicial para volver a clamar por el arancelamiento de los estudios. Si jueces y partes son hoy lo mismo, tal vez sea la hora de la ciudadanía: entendemos que los inscriptos a carreras universitarias cuyo ingreso esté sujeto a la aprobación de un examen pueden presentar recursos de amparo y así hacer valer su derecho a estudiar una carrera de grado. De igual modo, las universidades, los partidos políticos, los gremios y los centros de estudiantes que defiendan la inclusión educativa deben repudiar esta acción judicial, que está en plena sintonía con el Ejecutivo.
* Conicet, UNAJ, UBA.
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