Lunes, 25 de julio de 2016 | Hoy
EL PAíS › ADELANTO DE LOS DOBLADOS, DE RICARDO RAGENDORFER
El libro, que publicará Editoral Sudamericana, es una investigación sobre las infiltraciones del Batallón 601 en las agrupaciones armadas en los meses previos al golpe de 1976. Aquí, un capítulo sobre los preparativos de la represión a gran escala.
El edificio ubicado en Viamonte y Callao no era una joya arquitectónica. Se trataba de una antigua construcción de nueve pisos con un ligero toque neoclásico. Sin embargo, a lo largo del tiempo había mutado hacia un estilo decididamente gótico, tal vez en virtud de la atmósfera ominosa que flotaba a su alrededor. Todas sus ventanas permanecían invariablemente cerradas con postigos metálicos pintados de verde oscuro; de ese mismo color eran las chapas blindadas que tapizaban el frente de la planta baja, al igual que el portón y la garita de la esquina. No había carteles ni placas que indicaran la verdadera naturaleza del lugar. Se sabía que en su sótano, diecinueve años antes, había estado secuestrado el féretro que contenía los restos de Evita. Y se daban por ciertas otras historias no menos truculentas. Era el cuartel general del Servicio de Informaciones del Ejército (SIE), también conocido como Batallón 601 de Inteligencia.
En la mañana del viernes 17 de octubre de 1975, el canillita del kiosco de enfrente advirtió la llegada de un Falcon gris con ventanillas polarizadas. Y con disimulo, clavó la mirada en ese punto. Un muchacho se le acercó para comprar El Gráfico, y él dio el vuelto sin sacar la vista del vehículo; luego vendió un ejemplar de La Opinión observando de soslayo cómo uno de sus ocupantes bajaba de la cabina. Este lucía anteojos espejados y de una mano le colgaba un portafolio. Rápidamente se perdió tras el portón del edificio.
Sin despojarse de sus anteojos, a pesar de la tenue luz del recibidor, el recién llegado sólo declamó un apellido y su condición de capitán. Ratificó ambos datos con una credencial. Un guardia comparó la foto con su rostro, antes de efectuar una anotación en el cuaderno de ingresos.
El visitante, entonces, explicó la razón de su presencia: -Traigo un sobre para el coronel Valín. -Déjelo acá. Nosotros se lo haremos llegar. Pero el otro meneó la cabeza. -De ninguna manera. Vengo de parte del general Videla y tengo órdenes de entregar esto en mano, ¿entiende?
El guardia entendió. Y más aún al advertir en la encomienda un enorme sello en el que, simplemente, decía: “Estrictamente reservado”.
Pero no llegó a exteriorizar su comprensión al respecto, porque el capitán ya se había largado hacia uno de los ascensores ubicados a la derecha del hall. Conocía el camino.
Quince minutos después, el canillita lo vio salir del edificio para treparse al Falcon, que enfiló raudamente por Callao. Recién entonces bajó los ojos hacia la revista que simulaba leer. En realidad, él también era un agente de la casa. En ese mismo momento, el coronel Alberto Alfredo Valín abría el sobre que acababa de recibir. Su contenido le causó un ramalazo de ansiedad. Era nada menos que una de las veinticuatro copias de la ultrasecreta “Directiva del Comandante General del Ejército N° 404/75”, la cual en la jerga castrense pasaría a la posteridad como “La Peugeot”. Su objetivo era poner en práctica “las acciones previstas por el Consejo de Defensa”, en una clara alusión a los recientes decretos de aniquilamiento firmados por el Presidente Provisional y su gabinete.
El jefe del SIE se entregó con fruición a la lectura de ese puñado de hojas torpemente mecanografiadas quizá por el mismísimo general Videla. Y no tardó en comprender que su buena estrella lo estaba iluminando. A medida que devoraba el texto fue sintiendo un creciente orgullo por haber sido uno de los pocos destinatarios de aquel plan elaborado y distribuido en el mayor de los sigilos. Según el paper, el Ejército reservaba para sí “la responsabilidad primaria en la lucha contra la subversión”. Y su sistema nervioso sería justamente el Batallón 601, como órgano ejecutivo de la Jefatura II de Inteligencia, que reportaba directamente al Estado Mayor. La estructura comandada por el coronel Valín tendría bajo su control a otros servicios de espionaje, convirtiéndose así en el receptáculo de todo lo que pasara en el país. Y funcionaría como correa de transmisión entre los grupos de tareas, los centros de tortura y las más altas autoridades militares. El papel rector de esa unidad estaba resumido en sólo siete palabras: “Sin inteligencia no se podrán ejecutar operaciones”.
El coronel subrayó la frase con un resaltador amarillo, antes de pasar al siguiente párrafo. Allí se especificaban los plazos del exterminio; el cronograma producido en el Edificio Libertador había fijado una meta de apenas doce meses para concretar “la pulverización del accionar subversivo” y otros tantos para “aniquilar los elementos residuales”. Pero subordinaba semejante propósito al estricto cumplimiento de una premisa: “No se debe actuar por reacción sino asumir la iniciativa de la acción”.
En este punto, el coronel apeló nuevamente al resaltador. Y luego se topó con un asterisco que lo condujo hacia el “Anexo Uno”, subtitulado: “Situación del Enemigo”.
Su contenido no tenía desperdicios; allí se exponía con minuciosidad una visión ciertamente alarmada sobre la Guerra Fría, en la que la URSS, junto con la República Popular China y la Cuarta Internacional, conspiraba para imponer el siguiente plan: “Apropiarse de la población mundial a través del control de su psiquis”. Y con una estrategia perturbadora: “Conquistar Asia y después África, para así acceder al Atlántico y hacer imposible la defensa de Europa y América Latina. Ante esta situación -siempre según la letra de la Directiva 404/75-, Estados Unidos caería ante la sola amenaza nuclear”.
En tal puja psíquico-política, el rol de Argentina era crucial. Al punto de que dicha hipótesis de conflicto fue clasificada en aquellos folios con la sigla “GSM (Guerra Subversiva Marxista)”. Y según datos del Ejército, su aplicación se encontraba “cuantitativa y cualitativamente en manos de las organizaciones ERP y Montoneros”. Pero aquel liderazgo, más allá de lo militar, se extendía a través de “estructuras reivindicativas encubiertas” y otras “de tipo político- legal”, lo que significaba un amplio arco de partidos, agrupaciones y sindicatos vinculados entre sí por los hilos invisibles de la”subversión”. Hacia todos sus miembros y simpatizantes también apuntaba la orden de combate.
Tras guardar el documento en una carpeta de cartulina, el coronel dibujó en la carátula unas letras con caligrafía casi infantil. Acompañaba la acción asomando la lengua por un extremo de la boca. Después retrocedió para apreciar la inscripción; en ella se leía: “Prioridad Alfa”.
Así era él; se tomaba a pecho hasta los más mínimos detalles.
Fue precisamente ese temperamento puntilloso lo que hizo de Valín una figura clave del espionaje castrense. Y eso a pesar de haber iniciado su carrera como oficial de Artillería.
Lo cierto es que en enero de 1973 accedió a la jefatura de la Escuela de Inteligencia del Ejército y en octubre del año siguiente fue puesto al frente del Batallón 601. Su proeza consistió en haber sobrevivido a dos cambios de cúpula -la de los generales Leandro Anaya y Alberto Numa Laplane- sin sufrir un solo rasguño. Ahora todo parecía indicar que contaba con el beneplácito del general Videla.
Aquel viernes permaneció hasta después del mediodía en su escritorio, meditando sobre cómo poner en práctica tales instrucciones. Luego alargó un brazo hacia el teléfono para discar un número interno; entonces, oyó la voz del coronel José Osvaldo Riveiro, a quien sus pares llamaban “Balita”. Era el subjefe del SIE.
Y la llamada lo había tomado por sorpresa. Finalmente, dijo:
-De acuerdo, jefe; voy para allá.
Pronunció esas palabras mirando con resignación el vaso de whisky que se acababa de servir. El hombre sentado frente a él se encogió de hombros.
Este solía presentarse como gerente de un banco chileno. En realidad, era el encargado de la estación local de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), la temida policía secreta de Augusto Pinochet. Y se hacía llamar Luis Alamparte. Su verdadero nombre: Enrique Arancibia Clavel.
Balita lo había conocido en septiembre de 1974, cuando el otro preparaba en Buenos Aires el atentado que le costó la vida al matrimonio formado por el general chileno Carlos Prats y Sofía Curthbert. En tal oportunidad, el SIE brindó apoyo logístico a los colegas trasandinos.
De hecho, Riveiro era el responsable de las relaciones internacionales del Batallón 601. Cinco semanas antes viajó con Arancibia Clavel a Santiago de Chile como invitado a una reunión preliminar del Plan Cóndor. La idea era coordinar operaciones conjuntas entre los militares del Cono Sur contra guerrilleros, activistas y simples opositores. En tales menesteres estaban ambos hombres esa mañana.
Segundos después, Riveiro se encaminó hacia al despacho del jefe. Valín, a modo de bienvenida, sólo señaló una silla. Y siguió jugueteando con el seguro de la pistola cromada que sostenía entre los dedos; era una Pietro Beretta con cachas de nogal. Luego estiró el brazo, como apuntando hacia un enemigo invisible, y dijo:
–Pensar que con esta le vacié un cargador a Santucho. Pero de apurado nomás no le pude pegar ni un solo tiro.
No era la primera vez que Balita escuchaba esa anécdota; además sabía que la misma escena jamás había ocurrido. Sin embargo, fingió asombro. Pero también aprovechó la ocasión para mencionar el asunto referido al guerrillero chileno.
Valín estuvo de acuerdo con tenerlo en observación durante unos días. Y luego, abordó el gran tema con tono marcial:
–A partir de este momento nos consideramos en operaciones.
Remató la frase palmeando el documento enviado por Videla. El asombro de Balita ahora era genuino.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.