EL PAíS
› OPINION
De fiesta en el Salón Blanco
› Por Mario Wainfeld
Mencionémolos por orden de aparición. Roberto Lavagna hizo una presentación a su manera, elegante y contenida. El número, el 76,07 por ciento, llegó por la mitad de la explicación. Sobre el final, el ministro de Economía se permitió una concesión a su veta sarcástica cuando mencionó la falta de aportes interesantes de funcionarios y protagonistas foráneos a la experiencia de la negociación.
Néstor Kirchner, cuyo entusiasmo era patente, pronunció uno de sus mejores discursos desde que asumió la presidencia. Se entretuvo (valga la expresión) demasiado en reseñar citas apocalípticas de sus cuestionadores “por derecha, por izquierda, por arriba por abajo” (sic). Fustigó tanto a los políticos como a los “gurúes” que tanto lo irritan. Pero, aun asumiendo que se cebó mucho en esa lid, su oratoria (que no es su fuerte) transitó variados registros, desde la reseña hasta la propuesta, incluyendo moralejas locales e internacionales. También formuló algo a lo que es desafecto, hasta avaro: un reconocimiento a todo el sistema institucional argentino, incluidas un par de menciones respetuosas y cariñosas hacia el ex presidente Raúl Alfonsín, quien estuvo presente al lado de la senadora Cristina Fernández de Kirchner.
Confrontativos, como siempre lo son, Kirchner y Lavagna compartieron ante un auditorio muy proclive al aplauso la tirria con ciertos actores económicos. Y les dieron duro a “los cantos de sirena del endeudamiento” que (anunció Lavagna mientras Kirchner asentía con una sonrisa ratificatoria) ya se escuchan, ofertando prestar dinero a esta sufrida comarca.
Una agenda apolillada. “Punto de inflexión” definió Kirchner un modo de decir que no se ha llegado a la meta sino que se ha abierto una rendija de oportunidad. Como cuando se pasa de pantalla en los videogames, la lucha no cesa sino que se topa con antagonistas novedosos. Kirchner lo adelantó el martes, ante el Congreso: la puja inminente es la que topará con las privatizadas de servicios públicos. Un modo elíptico de sugerir que al Gobierno no le escuece tanto la reapertura de las tratativas con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Reducido a una agencia de cobranzas, el FMI ha quedado en un lugar desleído tras el resultado del canje. Aunque su nomenclatura y su burocracia (los argentinos, ahora baqueanos en esas huellas, hemos aprendido que no son lo mismo) insistan en su vetusta agenda, es patente que ésta es “ideológica” en el peor sentido de la palabra. Ideológica en el sentido que suele darle al vocablo la derecha: apegada a clichés, alienada de la realidad, fetichista de los propios dogmas.
La coparticipación federal es una bandera apolillada, hueca de contenido. Las provincias están en caja, el gobierno nacional las controla con puño de hierro, las cuasimonedas han sido recuperadas, en el caso más relevante a razón de un peso por patacón.
A las huestes de Rodrigo Rato les quedará la bandera de las tarifas de las privatizadas, pero el respectivo frente tampoco es lo que era año o año y medio atrás. Si bien se enfoca, algunas de ellas (las telefónicas muy ostensiblemente) ya no pueden victimizarse pues han recuperado rentabilidad. “No nos defiendan” o “no nos defiendan mucho” es un mensaje hasta esperable de parte de los que broncan por las tarifas de los aparatos de línea, pero al unísono venden celulares a lo pavote.
El color del dinero, celeste y blanco. Un dato sólo pasible de estimaciones a ojo (por ende no figuró en el informe de Lavagna) pero esencial es qué proporción de los títulos de deuda privada estaba en manos de argentinos. Los negociadores más avezados creen que su montante es muy alto, tal vez superior al 60 por ciento del total mundial. El guarismo tiene su miga pues seguramente fue una de las claves de la alta aceptación: los argentinos “pescan” la lógica de la economía local más que los sonados (en la doble acepción del término) ahorristas japoneses e italianos. Además sirve para presumir la medida, también ardua de mensurar con precisión, de la fuga de capitales del país.
La riqueza (incluida la riqueza off-shore) de los argentinos ricos fue axial en la resolución del canje. El manejo de la riqueza que harán en el porvenir inmediato los argentinos ricos, tendencialmente más proclives al despilfarro y al ausentismo que al ahorro interno.
Una tragedia inédita. En espejo con una nueva oligarquía dispendiosa, la sociedad argentina alberga sectores cuyo nivel de marginación llega a extremos jamás vistos. La desigualdad, incomparable con la de otros tiempos, se agrava porque hay sectores que no tienen cómo reengancharse al mundo del trabajo, así siga el crecimiento sostenido. “Inempleables” los nomina la jerga técnica de época, propensa como todas las parlas profesionales a la cacofonía.
Economistas de surtido pelaje coinciden en predecir varios años de recuperación económica. El Gobierno puede suponer (sin delirar) que tiene un impulso de crecimiento que llegará al final de su mandato, lo que habilita condignas conclusiones políticas que algo habrán incidido en el tono de liderazgo y hasta en las bromas sobre la propia idiosincrasia que prodigó el Presidente. El oficialismo también puede proponerse mini-utopías de gestión para el corto plazo. Una de ellas sería bajar en el año en curso a un dígito el índice de desempleo. Conociendo el estilo presidencial, cabe intuir que Kirchner tendrá esa meta entre ceja y ceja (con el condigno pressing a los funcionarios implicados), aunque no la verbalizará como promesa. Pero esos objetivos, aun plasmados, pueden dejar afuera a millones de argentinos, inmunes a la mayoría de los beneficios de la recuperación. La política social específica y aun la responsabilidad colectiva de una sociedad en ascenso respecto de los que perdieron el tren deberían ser otros debates en ciernes. Hasta ahora, el Gobierno, dominado por una mirada productivista algo lineal, tiene en menos ese tópico. Ni siquiera la válida inquietud presidencial por mejorar la distribución del ingreso termina de abordar el punto.
Dos a quererse. Kirchner y Lavagna transitaron la negociación con bastantes más acuerdos que divergencias; pero que las hubo, las hubo. Y fueron tonantes. En parte tributan a la lógica división de roles, en parte al choque de temperamentos y de estilos de dos hombres que no se conocían y acometieron juntos una tarea homérica. Ayer todo fueron mieles, hubo citas y elogios mutuos. En el cierre de Kirchner, un tuteo significativo (en plan de agradecimiento y hasta de mimo) a dos de sus ministros que no se llevan fantástico (Roberto, Alberto...).
El reparto de los créditos de ayer no es para nada falso, pero tampoco definitivo, aunque es evidente que el canje también puede ser un punto inflexión en la relación entre dos políticos de raza. Relación compleja, tanto como lo es la de Kirchner con el justicialismo. Dos presidenciables del mismo partido en el mismo gobierno son un caudal, pero también un riesgo potencial. En un futuro abierto, condicionado por el éxito del canje, habrá que ver qué ocurre en la negociación con las privatizadas, un punto en el que Kirchner y Lavagna han tenido diferencias. Básicamente, cómo se reparte el juego entre el ministro de Economía y su no-tan-amigo colega de Planificación, Julio De Vido.
Saldo. Un Presidente que no figuraba en los pronósticos en el 2001 y un ministro de Economía que tampoco sonaba papabile por entonces se terminaron de dar un gusto. El porcentaje de aceptación termina de confirmar que la dupla Néstor Kirchner-Roberto Lavagna leyó la realidad mejor que sus contrapartes foráneas y que sus competidores políticos locales. La propuesta que algunos tildaron de imbancable (cuando no como una compadrada), aquella sobre la que exigieron en clave de viabilidad una mejora en efectivo, al fin y al cabo, tuvo una amplia aceptación. La dureza negocial de los funcionarios locales, necesaria, no fue a ojos de este cronista su virtud esencial. Esta fincó en no compartir los presupuestos ideológicos de los negociadores sentados enfrente. Lo más interesante que obró el Gobierno fue salirse de las condicionalidades impuestas por una avasallante derecha mundial propalada por los organismos internacionales de crédito. Los argentinos leyeron mejor la realidad, atisbaron las posibilidades de crecimiento de la economía, quemando varios libros canónicos. “Pensamiento propio”, definió Lavagna. Es del caso señalar que, en los momentos augurales, Alfonso Prat Gay –por entonces presidente del Banco Central– hizo sus aportes a ese pensamiento propio.
Los compromisos de pagos de las surtidas deudas externas locales abrumarán las espaldas de generaciones venideras. Queda abierta la discusión de cuántos miles de millones de dólares “ahorró” la Argentina, la cifra que estimó Lavagna disparará polémicas. Pero, atención: esa cifra exorbitante no abulta el haber, es un guarismo contable, bastante más virtual que las fastuosas sumas que quedan por pagarse. Lo que sí queda como modelo a seguir es la decisión de no seguir tapando deuda con deuda, no buscar financiamiento espurio a cualquier tasa. Y, sobre todo, de perseverar en elegir una política económica propia tras años de haberla abandonado como correlato del canallesco disparate de haber abjurado (en una veloz secuencia) de la propia moneda, de la política monetaria y de la decisión nacional.