Sáb 19.03.2005

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

COMPARANDO

› Por J. M. Pasquini Durán

En la mayor parte de los discursos públicos suele condenarse a la inflación por sus efectos corrosivos sobre los salarios, lo cual es un dato correcto pero insuficiente para describir sus efectos cuando casi la mitad de la población vive por debajo de la línea de pobreza. En este país productor de alimentos, cinco kilogramos diarios per cápita según la Federación Agraria, los niños y ancianos, eslabones débiles de las cadenas del desamparo, mueren por desnutrición o por enfermedades derivadas de ella sin que ninguna estadística alcance para dar cuenta de esa dimensión trágica. En la geografía del hambre los aumentos de precios, por menores que sean, para el consumidor de escasos recursos significan su expulsión del mercado, una de las más crueles formas de exclusión social en el capitalismo.
El orín inflacionario corroe las bases del corpus social, pero también es un instrumento para la transferencia de riqueza desde abajo hacia arriba. Así lo constató la detallada descripción de la administración alfonsinista, descoyuntada por la avalancha hiperinflacionaria, que realizó Joaquín Morales Solá, destacado columnista del matutino conservador La Nación: “En 1974, el ingreso del estrato bajo de la sociedad representaba el 25 por ciento del estrato más alto; en 1988 había bajado al 13 por ciento. En cambio, el 20 por ciento de la población con ingresos altos, que en 1974 retenía menos del 40 por ciento del total de los ingresos, se quedaba en 1988 con más del 52 por ciento. La transferencia del ingreso que benefició a los más ricos reconoce un proceso que se profundizó en los meses de 1989 y en el primer semestre de 1990”, período éste de escandalosa inflación.
Para la memoria sobre todo de las clases medias, en el mismo texto, Asalto a la ilusión, entre otras referencias Morales describe lo que sucedió con la oferta de viviendas en alquiler en Capital Federal y algunos partidos del Gran Buenos Aires: “Cuando se hizo cargo el gobierno constitucional, en 1983, se ofrecían alrededor de 5 mil viviendas. En los momentos aparentemente más exitosos del Plan Austral, en 1986, ese número llegó a más de 16 mil viviendas. En 1990 los alquileres ofrecidos no superan los 3500”. El recordatorio, de paso, no viene mal para comparar la realidad actual sin el vicio de los que describen el presente sin pasado ni futuro.
La inflación no es un proceso ingenuo, mecánico o apolítico; para que suceda requiere la intervención de la voluntad de los llamados “formadores de precios”, núcleos concentrados de la economía cuyas decisiones pueden desatar el efecto de cascada, ya sea por el tipo de mercaderías que controlan (combustibles, por ejemplo), por las dimensiones de sus compraventas (supermercados, etc.), por el manejo del crédito y del transporte, en definitiva por el poder de un reducido número de grupos de elite. En las circunstancias actuales, de relativo auge económico, lo que buscan estos grupos es apropiarse de la tajada más grande posible de la riqueza nacional, cuando lo que se necesita es redistribuirla sobre principios de equidad.
La concentración minoritaria del máximo de ingresos en las últimas tres décadas ya provocó daños tremendos en la sociedad, cuantificados en desempleo, pobreza, marginación, pero también hay una relación directa con los temas de inseguridad, delincuencia, corrupción e intranquilidad generalizadas. Estos problemas no los ocasionan los pobres sino los ricos excesivos, en particular las fortunas mal habidas. Los empresarios que, por prejuicio o por malicia, quieren cambiar el eje del debate, tratando de centrarlo en la supuesta necesidad de eliminar por cualquier medio al movimiento popular, en primer lugar a los piqueteros, pero también a los sindicatos que protestan, a las organizaciones sociales que se manifiestan por sus reivindicaciones específicas. Los que piensan así no quieren la paz social, porque en democracia ese tipo de pacificación sólo puede suceder cuando la sociedad está satisfecha en sus necesidades elementales –indicadas como derechos en la Constitución nacional– y aun así el disenso es un atributo de ciudadanía. No es casualidad que algunos que se presentan como paladines de la libertad de expresión, se incomoden tanto cuando la ejercen los más pobres.
El Estado tiene el deber de intervenir como moderador a fin de proteger al bien común y evitar que la ley del más fuerte domine la convivencia pública. La experiencia mundial ya probó hasta el hartazgo que el mercado sin Estado deriva sin remedio en la formación de mafias. Resignarse a que los precios de las mercaderías y las tarifas de los servicios se alcen en nombre del mercado libre sin que el Estado y los consumidores tengan voz y voto es equivalente a convivir con la mafia, aunque dicho así, en crudo, parezca imposible. Sin embargo, sociólogos italianos han demostrado que esta convivencia puede darse en determinadas condiciones: “Ante todo, cuando hay una sensible pérdida de legalidad en las relaciones sociales y aumenta la desconfianza en las funciones de la Justicia, lo que determina una actitud de ‘justificación’ hacia las conductas ilícitas por parte de los sectores medios y altos que coexisten con procedimientos, métodos y grupos de carácter mafioso” (Micro-Mega, 4/2001). La opinión de los más pobres es afectada por las conductas dominantes y si quieren romper con esa convivencia son acusados de amenazar la tranquilidad pública.
Es lógico que las derechas que expresan a los núcleos privilegiados vean con acritud los reiterados llamados del presidente Néstor Kirchner para que los ciudadanos no consuman los productos que aumentan. Puede ser lógico, asimismo, que las izquierdas desconfíen de esas convocatorias porque suponen que se trata de artificios electoralistas ya que, más temprano que tarde, el Gobierno terminará negociando con las mismas empresas que hoy denuncia. Podría agregarse que el Presidente no tendrá más remedio que dar esta pelea si no quiere convertir a su gobierno en una cáscara vacía y que el poder real siga, como en las décadas anteriores, en manos de otros que nadie eligió.
Ninguno de estos argumentos, con sus diferentes pesos y medidas, invalida la legitimidad de la convocatoria al boicot y, en todo caso, lo más reprochable es que no haya surgido desde abajo, desde los mismos que critican al Presidente por lo que dice y se retraen en lugar de empujar hacia delante, con más fuerza todavía. En lugar de callar cuando los conservadores atacan a los piqueteros, porque temen, igual que la derecha, que alguna fracción de ese movimiento sea guardia pretoriana del oficialismo, deberían salir a defender la integridad del movimiento popular y su derecho a la protesta. El boicot a empresas y comercios es un recurso aceptado en Occidente, incluso en los países más ricos, para combatir la especulación o la deslealtad comercial. A modo de simples referencias: el boicot de los granjeros franceses contra la empresa McDonald’s y el de los piquetes de partidarios de Nelson Mandela en Sudáfrica para combatir a los supermercados que subían los precios. Las preguntas de fondo son otras: ¿cuál es el nivel de “resignación” de los argentinos respecto de la perspectiva de confrontar con los grandes poderes? ¿Qué precio está dispuesto a pagar cada ciudadano en esa lucha?

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