EL PAíS › LOS QUE MUEREN CON DROGA EN EL ESTOMAGO
Entre fines del año pasado y el actual aparecieron siete cadáveres de personas que habían ingerido paquetes de cocaína. Dos de ellos habían sido eviscerados para extraerle la carga. Más de una “mulita” por mes es detenida en Ezeiza tratando de introducir o sacar droga con esa modalidad y la tendencia es creciente según las autoridades.
› Por Cristian Alarcón
Son el eslabón más débil. El que puede morir sin ser nombrado: como NN. Como un nadie, en una esquina del Bajo Flores; en el cuarto sórdido de un hotel, en San Telmo; apenas pisan el aeropuerto, cuando llegan a destino y se creen a salvo. Es probable que ni se den cuenta. Que ni siquiera perciban la cabalgata extrema de las palpitaciones del corazón cuando una cápsula de las que llevan en la panza se rompe y la droga ingresa al torrente sanguíneo, mortífera. Entonces sobreviene la inconciencia, el final. Son historias cortas: la pobreza, la necesidad, la propuesta, tragarlas y cruzar las fronteras. Pero no son pocas. Una investigación judicial revela que sólo en la ciudad de Buenos Aires durante los años 2005 y 2006 aparecieron siete cadáveres de personas “ingestadas” con envoltorios de cocaína. Dos de esos cuerpos muestran la cara más sofisticada del negocio global de la droga: una joven mujer y un hombre aparecieron “eviscerados”. Un profesional, al menos un médico cirujano, operó a las mulas para quitarles la costosa carga que llevaban encima. Es parte de la lógica de los negocios del narcotráfico; poco está librado al azar. En los diálogos de los narcos queda claro qué son los correos de drogas para las organizaciones que los reclutan: “Mandame el envase. El envase está temblando. Se rompió el envase”, suelen decirse.
La tendencia creciente es imparable. Las mulas son un método hormiga pero efectivo de transporte de droga. Cada persona puede llevar hasta un kilo de droga. El riesgo de un solo y enorme envío se divide por cientos o por miles. Los grandes embarques en buques que salen de los puertos de Buenos Aires, Campana y Mar del Plata tardan en llegar a destino, y si caen significan pérdidas millonarias. Nada es tan dúctil, urgente y efectivo como un correo humano. Las necesidades del mercado argentino, por un lado, y del mercado europeo, por otro, suelen ser cambiantes. Como en todo juego de oferta y demanda, en el de las drogas, la demanda manda. “Hemos podido comprobar –dice a Página/12 una fuente de la Policía de Seguridad Aeroportuaria– cómo les reclaman por teléfono que necesitan algo expreso. En Europa la avidez es mucha, como la competencia. Cuando hay zonas que se quedan sin mercadería, entonces piden.”
Si es por cantidades se puede comprobar la tendencia con revisar las cifras relevadas por la PSA, bajo la intervención del criminólogo Marcelo Saín, y por la Aduana, las dos fuerzas que controlan los ingresos y egresos de pasajeros en Ezeiza. Según los archivos de la PSA, intervenida por la gestión de Saín, mientras en 2004 no se detectó una sola mula “ingestada”, entre 2005 y agosto de 2006 se descubrió a 15 personas con cocaína en el vientre, más de un caso por mes: un cinco por ciento de los 275 procedimientos realizados. En la Aduana, dirigida por Ricardo Echegaray, no cuentan con datos de 2005, pero en lo que va de 2006 –la información está actualizada hasta septiembre–, de las 52 mulas detenidas, el 20 por ciento estaban ingestadas. En total, entonces, en sólo nueve meses en Ezeiza cayeron 19 mulas ingestadas, a razón de una cada quince días. Si a esta lista le agregamos los siete que murieron, el número de mulas descubiertas sube a 26.
Las radiografías sobre una lámpara en la pared muestran un manchón blanco. En el hospital al que son llevados todos los detenidos en el aeropuerto de Ezeiza supuestamente cargados de droga hoy no funciona el equipo de rayos X: es un repuesto de esos que no se consiguen lo que tiene ampollando a las dos supuestas mulas en observación, con custodia y tras un biombo, una dominicana y un joven paraguayo. Un civil de la PSA de unos 25 años estudia de un libro de derecho penal. Una mujer de civil mira la tele. Dos guardias aduaneros que no tienen 20 años parecen dormitar abombados por el olor a líquidos médicos que satura el ambiente: hay una tercera persona en observación. Sobre la pared hay, además de los esqueletos iluminados de las mulas, un cartel viejo, enmarcado: “Decálogo del desaliento”. En un pizarrón negro alguien ha dibujado unas tripas que marcan la dirección que deben recorrer las cápsulas tragadas hasta salir del cuerpo: intestino delgado, intestino grueso, colon.
A este mismo lugar entró el último 26 de diciembre, inconsciente, Iñigo Larrañaga Lamy. El español, de 31 años, simulaba ser un turista que regresaba a su tierra, Donostia, en el País Vasco, vía Madrid, el destino del ochenta por ciento de las mulas que salen de la Argentina en avión. En su caso, nada tuvieron los médicos para hacer. Una de las cápsulas que llevaba en el estómago y los intestinos estalló. El diagnóstico del forense que le hizo la autopsia, el doctor Trezza, al que tuvo acceso Página/12, dice lo que es habitual en estos casos: congestión y edema pulmonar. “La cápsula se abre en el intestino y entra por vía endovenosa. La mayoría muere por la intoxicación –explica a Página/12 uno de los médicos que atiende a estos pacientes–. La persona de pronto entra en inconciencia. Primero hay una alteración del ritmo cardíaco y se da una fibrilación ventricular, como una muerte súbita. Las aurículas y los ventrículos laten en forma desincronizada. Se produce una alteración en los vasos porque se dilatan y esto produce retención de agua en los pulmones. Por eso el diagnóstico es edema pulmonar.” Apenas esa información recibieron los padres de Iñigo, que nueve días después le ofrecieron una misa para que recibiera los sacramentos y la bendición, y publicaron la convocatoria en un obituario virtual.
Fue en 1994. La sala de terapia intensiva del hospital era entonces un tanto más pobre que ahora. Los médicos recibieron el primer “encapsulado” sin saber qué hacer. Poco a poco los casos fueron aumentando. Hasta que se hicieron habituales a fines de la década. Entonces, con los mismos sueldos de la salud bonaerense, con los mismos equipos, con las misma falta de insumos, a los pacientes de la zona se les sumaron, como parte del paisaje diario, las mulas en reposo. Cuando un pasajero es detectado por las policías del aeropuerto –la PSA y la aduanera– su caso es comunicado a un juez en lo penal económico, y se lo deriva a ese salón de paredes en un beige percudido que se descascara por partes. Los médicos dan allí su silenciosa pelea: “salvarles la vida y hacerlos evacuar”, resume uno de ellos, elegante para decir. Pero lo cierto es que todo resulta más o menos escatológico y trágico aquí. Los seres que respiran este aire viciado, los ancianos decrépitos en sus camas, los enfermeros que a pesar de todo parecen de buen humor, los policías que los custodian comparten este destino sórdido. El hospitalito, además, está repleto de pacientes pobres que buscan calmar sus dolores. Y tiene un nombre que remite a la piedad por los enfermos: Hospital Zonal de Agudos Sor Teresa de Calcuta.
En el rastreo de información perdida en diversos organismos oficiales sobre las víctimas del narcotráfico, Página/12 detectó un trabajo de los médicos forenses de la Suprema Corte de Justicia y de la Morgue Judicial de la calle Pasteur. La pericia buscaba detectar los casos en los que aparecía la presencia de cocaína en los muertos de la ciudad de Buenos Aires. Se hizo en secreto a pedido de la fiscal de Instrucción, Mónica Cuñarro, y hace un mes y medio que el informe escrito por los expertos se encuentra en la Unidad Fiscal de Investigaciones sobre Drogas, Ufidro.
A raíz del estudio, los peritos informaron que hubo seis casos de muertes por absorción de una cápsula –este diario detectó un séptimo caso relevado por la PSA– y otros 59 en que hallaron presencia de cocaína aunque no se determinó si fue causal de muerte o simplemente los difuntos eran consumidores. Al forense Carlos Ernesto Navari, uno de los más prestigiosos peritos del país, le tocó hacer una de las autopsias, quizá la más particular de todas: uno de los dos NN.
Navari desgrana en su informe los datos del correo humano. Era un hombre de entre 50 y 60 años. Medía 1,54. Tez trigueña. Cabello negro canoso. Nariz grande y ancha. Tenía tatuada una letra M en el brazo izquierdo, en el muslo una cruz, y detrás de la pierna una silueta de mujer. Tiraron su cuerpo envuelto en una alfombra en la esquina de Lacarra y Riestra, entre las villas Fátima y Soldati, cerca de Lugano. “Parcialmente eviscerado”, se lee en la causa judicial caratulada como “homicidio simple” que pasó sin grandes novedades de la Fiscalía 8, a cargo de Mariano Salessio, al Juzgado en lo Criminal de Vilma López y por fin a uno del fuero federal.
Lo habían abierto con un corte de 25 centímetros, cruzado por otro de 20 centímetros a la altura del ombligo. El informe de Navari detalla que le habían quitado el intestino delgado atando los extremos con cuerda de albañil; lo mismo habían hecho con el colon, atando en ese caso los cabos sueltos con un cordón de zapatos en el que quedaron restos de cocaína. La intervención quirúrgica post mortem a esta mula fue de tal precisión que los narcos que la vaciaron le dejaron en el cuerpo envoltorios con cocaína sólo en el sigmoide –el último tramo del colon– y en el recto.
Los forenses huyen del periodista como si vieran un fantasma de los muertos cuyo martirio estudian. Los médicos odian hablar. Los policías se cuidan de sus palabras. Los fiscales y los jueces no quieren aparecer. Todos se quejan de lo mismo: están solos, dicen. Aunque, sin ánimo de comparar vulnerabilidades, nadie parece tan desprotegido como los profesionales que atienden la terapia intensiva del Sor Teresa de Calcuta. Allí se comprende mucho de la débil estructura del Estado para avanzar, o al menos para no permitir, entre otras cosas, el avance del narcotráfico.
“Nuestro trabajo es en silencio. Peleamos por la vida de estas personas desde hace mucho tiempo”, dice el médico, un ser de ojos vivaces y porte de soldado en la trinchera: la vista al frente, profundo; la espalda recta, el mentón apenas elevado en señal de dignidad; la desconfianza con el forastero. ¿Qué hace aquí? ¿Qué busca? ¿Para qué hablar de esto que a nadie le importa? “La ingestión de una cápsula es un peligro. Nunca sabemos qué va a pasar hasta que sale la primera. Nunca se sabe en qué tiempo se rompe. Tratamos de hacerlos evacuar. Pero lo que se trata de evitar antes que cualquier otra cosa es la muerte de la mula.”
Y por increíble que parezca, a veces, aun cuando la cápsula ya se rompió, lo logran. Pasó hace poco, en el hospitalito. “A uno le llegan en coma –dice el doctor–. No sabés qué tiempo llevan así. Se practica una intubación orotraqueal desde la boca al pulmón y una reanimación, pero casi en el ciento por ciento de los casos mueren.” Era un capsulero peruano. Venía en un vuelo de Taca, Perú, desde Lima. Se descompuso al llegar a Ezeiza. La policía lo detectó por eso y salió con él en esa única camioneta que tienen y que no siempre funciona, hacia la terapia intensiva, a cinco minutos por la autopista. Los cirujanos lo abrieron a tiempo: ubicaron la cápsula rota, la sacaron y la mula vivió, lo suficiente como para ir presa. Su caso se convirtió en una investigación que permanece en el secreto de sumario y que tiene como objetivo una red internacional.
En la lista de muertes a la del NN envuelto en una alfombra se suma el caso de una mujer de unos 25 años, blanca, de metro 64 de altura, cabellos negros. Apareció flotando en el Riachuelo el 21 de marzo. También había sido eviscerada: tenía una herida de cuarenta centímetros en el abdomen suturada con hilo de lino y algunos órganos con ligaduras de goma. En la Fiscalía de La Boca, donde investigan la muerte, se presentaron algunas personas convencidas de que la mujer era un familiar desaparecido. El fiscal José María Campagnolli ordenó realizar los estudios de ADN, pero dieron negativo en todos los casos.
Durante 2005 Gabriela Noemí Lugo, una chica paraguaya de 22 años, murió en San Telmo, en la habitación número 7 del hotel de Perú 1681. Le había estallado una cápsula en el estómago. De la misma manera terminó Juan José Núñez Reyes, un moreno dominicano de 21 años, un metro setenta. Se descompuso en el taxi, mientras iba al aeropuerto de Ezeiza. Entró muerto al hospital Piñeyro. El 22 de febrero le pasó a José Miguel Castillo Romero, un peruano de 50 años que se descompuso al llegar a Ezeiza, donde pidió ayuda en la enfermería del aeropuerto, pero sin confesar lo que llevaba adentro. Cuando entró en el Sor Teresa de Calcuta ya era tarde. Le extrajeron 47 cápsulas: 286 gramos valuados en unos 1600 dólares en Buenos Aires, y en unos 16 mil euros si seguían, en él o en otra mula, rumbo a Europa.
El relato sobre estos eslabones del narcotráfico es, podría decirse, inviable. Sus huellas se pierden en la prisión o en la autopsia. De ellos quedan apenas las narraciones de los médicos y los forenses. ¿Qué logran ver los profesionales en estos cuerpos? “Vemos que hay otros profesionales que trabajan con esto. La preparación de los que están del otro lado, trabajando también para ellos.” ¿Qué sensación tienen ante estos sujetos?
“Desesperación. En general hacen cosas así porque necesitan sobrevivir. Muchos son engañados, los usan como objetos. La película María, llena eres de gracia es tal cual el cuadro que vemos acá. La sensación es que para el narcotraficante esta persona es algo descartable.” Envases.
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