EL PAíS › OPINION
› Por Noe Jitrik
En un emotivo artículo publicado en contratapa del domingo 31, mi buen y querido amigo José Pablo Feinmann evoca la figura de Héctor Cámpora, a quien designa como “un hombre bueno”. Como todo lo que escribe José Pablo, es inspirado y, en este caso, rememorativo de lo que esa figura representó para muchos que, como él, cifraban todas sus esperanzas de algún cambio en el peronismo primero y en el país como consecuencia. El artículo tiene de bueno que la primitiva adoración por Perón, que fue el mérito y a la vez el punto débil de Cámpora, está muy atenuada en el propio Feinmann, hasta el punto de que hace un paquete con “los sindicatos, Osinde, López Rega” y lo pone a Perón “al frente de este comando fascista”, son ésas sus palabras.
Estos matices me interesan tanto más cuanto que no compartí ese vasto campo de adjetivos que parecen dibujar una época prometedora, la “primavera camporista”, como era usual decir entonces. Pero, en cambio, compartí algunas jornadas con el propio Cámpora en México durante sus dos exilios. Tuve la oportunidad de conversar varias veces con él y, cuando llegó de su prolongado asilo en la Embajada de México en Buenos Aires, lo pude acompañar cuando fue a entrevistar al presidente José López Portillo, flanqueado por otros exiliados, como Esteban Righi, Rafael Pérez, entre otros, todos miembros de la Comisión Argentina de Solidaridad.
Esta mención tiene que ver con la nota de Feinmann porque obliga a una rectificación histórica, error sin duda involuntario; en efecto, contrariamente a lo que afirma, Cámpora no “murió exiliado en la Embajada de México” sino en México, adonde llegó luego de una campaña internacional por su liberación, acompañado por su hijo Héctor y Juan Manuel Abal Medina, y fueron recibidos por el conjunto de los exiliados y de inmediato integrados a las tareas del exilio en la CAS. Es más, Cámpora fue velado en el local de la Comisión Argentina de Solidaridad y de ahí sus restos fueron llevados a un cementerio del sur de la ciudad, donde unos años antes habíamos entregado los restos de Miguel Angel Piccato, otro excelente compañero, que militaba en el radicalismo. Ambas muertes fueron igualmente dolorosas no sólo por la pérdida que implicaban sino también porque nos hacían sentir, más allá de cualquier análisis político, que el exilio podía prolongarse indefinidamente: los muertos tienden sus raíces en tierras protectoras pero al mismo tiempo alejan con más fuerza de la propia. Pude entonces comparar destinos, conmovedoras simetrías de la historia: Manuel Azaña, protagonista principal del drama español, está enterrado también lejos, en el cementerio de Montauban, al sur de Francia, donde llegaron cientos de exiliados españoles, algunos de los cuales nunca pudieron regresar. Tampoco los restos de Azaña.
En cambio, los restos de Cámpora pudieron ser traídos a Buenos Aires y su figura recuperada. En el libro de Miguel Bonasso, así como en el que escribieron al alimón Jorge Bernetti y Mempo Giardinelli, hay más información sobre lo que eso fue y significó, junto con lo que significó el exilio en México y sobre todo la CAS (Comisión Argentina de Solidaridad), cuyo papel no ha sido del todo relevado históricamente pero que se suele mencionar con liviandad. Me he preguntado muchas veces en estos años, desde 1984 hasta ahora, por qué algo así, que violenta la historia, ha podido producirse. Encuentro una explicación: la CAS agrupaba a exiliados que reivindicaban ese carácter, de diversas procedencias políticas, desde izquierda independiente hasta radicales y peronistas, y procuraba recibirlos, ayudarlos, solucionar problemas y realizar una labor de denuncia contundente acerca de los horrores de la dictadura; no participaron de esa iniciativa los miembros de Montoneros y ERP, que se agruparon en torno del Cospa (Comité de Solidaridad con el Pueblo Argentino), hasta que muchos de ellos rompieron con sus organizaciones y decidieron integrarse a la CAS que, de este modo, terminó siendo la organización principal y decisiva del exilio. Después, en el relato del exilio se intenta excluir a la CAS y lo que fue su trabajo y su significado para poner el acento en la paulatina, incesante y recuperada visión guerrillera de esta historia a la que asistimos desde hace un quinquenio por lo menos.
No es la primera vez que esto ocurre. Cámpora, tal vez, que ingresó a la CAS y, como dije, fue despedido en ella por todo el exilio, es recordado por su simpatía hacia aquella “juventud primaveral y maravillosa” pero se omite o se deja de lado –siento que de manera deliberada e implícitamente desvalorizadora– una historia que podría permitir el establecimiento de un juicio menos sesgado y más justo acerca de lo que fue realmente el exilio. Que no fue un mero campo de entrenamiento militar para un regreso triunfal sino, sobre todo, una experiencia humana cuyas consecuencias y alcances, ellas sí, son insoslayables.
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