EL PAíS › EL ESTUDIANTE COREANO QUE MATO A 32 PERSONAS DEJO UNA CARTA JUSTIFICANDO LA MASACRE
El autor de la mayor masacre en una casa de estudios de Estados Unidos había nacido en Corea del Sur hace 23 años. Creen que actuó por impulso de un desengaño amoroso. En su habitación dejó una nota que califica a los estudiantes de Virginia Tech de “niños ricos” y “charlatanes”. “Ustedes provocaron que yo hiciera esto”, escribió.
› Por Yolanda Monge*
Desde Blacksburg, Virginia
Al horror se le puso cara, nombre y edad. Cho Seung-Hui, 23 años. Nacido en Corea del Sur. Era un estudiante de la universidad que ahora llora a sus víctimas. Residía legalmente en Estados Unidos desde 1992 y fue calificado como “un tipo solitario”. En la mañana de ayer, la policía hacía pública la fotografía del hombre que arrancó a balazos la vida de 32 personas en la Universidad Politécnica de Virginia antes de volver el arma contra su cara y volársela de un tiro. “Ustedes provocaron que yo hiciera esto”, escribió Hui en una extensa nota, cargada de resentimiento hacia sus compañeros, que dejó en su habitación, antes de salir para cometer la masacre.
Su rostro destrozado hizo más difícil y lenta la identificación del pistolero. Resuelto el “quién”, el “por qué” estaba atrapado en todas las gargantas. Según avanzaba la mañana llegó la hora de resolver los motivos. El hombre cuya fotografía estaba ayer en la mitad de las páginas web del mundo creyó tener agravios suficientes para sumir en un duelo nacional a Estados Unidos. Si la nota encontrada en su habitación se prueba auténtica, según lo publicado por el diario The Chicago Tribune, Hui consideraba a los estudiantes de la Politécnica unos “niños ricos” y “libertinos”, unos “charlatanes mentirosos”. Y merecían morir. La misiva estaba plagada de quejas.
El primer rumor que corrió por el campus fue el de un novio despechado que primero habría acabado con la vida de su amada. La incógnita queda resuelta con la nota dejada por el asesino en su habitación después de cometer el primer asalto y antes de dirigirse a la masacre final.
La policía parecía descartar ayer la hipótesis de dos incidentes separados y el hecho de que una de las dos armas encontradas en la habitación donde se produjo la muerte de las dos primeras personas tuviera las huellas de Cho Seung-Hui la anulaba. Hui portaba en su mochila el recibo reciente de la adquisición de una de las pistolas. Como residente en EE.UU., Hui estaba capacitado para comprar armas sólo si no había sido condenado por algún crimen previamente. Hasta ahora, el único delito conocido de Hui es haber circulado a más velocidad de la permitida el pasado 7 de abril. Tenía una citación para juicio para el próximo día 23 de mayo.
En el campus de Blacksburg, dentro de una habitación del número 2121 de Harper Hall, se encontraba la respuesta a la mayor masacre a tiros que se recuerda en Estados Unidos. En ese cuarto dejó el estudiante surcoreano sus últimas palabras escritas. Hui había llegado a los Estados Unidos desde Corea Del Sur en 1992, cuando tenía 8 años.
Ante ese edificio se congregaba ayer mucha prensa y pocos estudiantes. Ashley Bishop, 21, se manifestaba horrorizada. Acababa de conocer la cara del asesino a través de la televisión y era incapaz de entender lo sucedido. “¿Por qué?, ¿por qué?”, repetía sin cesar mientras se apartaba con una mano el pelo que el viento alborotaba y le cubría la cara. A ratos, el pelo se le mezclaba con las lágrimas. A ratos, Bishop dejaba de preguntarse por qué. A ratos se respondía que nada podía explicar la tragedia.
El viento ondeaba la cinta amarilla que establecía que la zona pertenecía sólo a la policía. En algunos momentos ése era el único sonido que se escuchaba. El ulular de la cinta al ritmo del viento. El pacífico, el idílico campus “típicamente americano” estaba ayer paralizado. Oficialmente lo estará durante toda la semana. En los ánimos pasará bastante más tiempo antes de que la comunidad se recupere de tamaña locura. Aunque el tiempo se paralizó el día anterior en Blacksburg.
Nadie es capaz de explicar qué fue lo que no pasó en ese espacio de tiempo, que no pasó y que habría evitado la carnicería. ¿Por qué no se cerró la universidad? ¿Por qué no se impidió que los alumnos acudieran a clase? El jefe de la policía, Wende ll Flinchum, fue bombardeado a preguntas sobre la seguridad en el campus y sobre lo que parece ser una inadecuada respuesta a la crisis. Las respuestas fueron mínimas y de cortesía.
Hui había iniciado su recorrido homicida a las 7.15. En uno de los dormitorios del West Ambler Johnston disparó a una chica –que podría ser su ex novia– y a otro chico y abandonó el edificio. Dos horas después reapareció a 750 metros, en la Escuela de Ingeniería, para culminar a tiros la mayor matanza de la historia de un centro educativo de Estados Unidos. Una de las grandes cuestiones del caso por resolver era ayer qué hizo Cho en esas dos horas entre tiroteos. Y, sobre todo, ¿por qué nadie lo detuvo?
Los agentes barajaron la hipótesis de un “crimen aislado”, pero jamás llegaron a sospechar lo que se avecinaba. Creyeron que el sospechoso era uno de los muertos o había huido. En un primer momento contemplaron la idea de un crimen pasional.
Algunos compañeros de literatura de Hui recordaban ayer que sus escritos eran “bastante inquietantes”. Tomaba medicación para la depresión y se estaba convirtiendo en una persona “violenta y errática”, según un estudiante de primer año que prefirió no identificarse. Sus problemas psicológicos le llevaron hasta el departamento de asesoría psicológica que dirige Lucinda Roy, que lo califica como “problemático”.
La conmoción en la que se hallaba el recinto el lunes por la noche, cuando los estudiantes organizaban vigilias y rezaban por sus compañeros abatidos, dejó paso ayer a una incipiente indignación. Indignación que crecía a medida que pasaban las horas, a medida que se desgranaban los detalles de la sangría. Derek O’Dell, 20 años, sólo lleva el brazo enyesado. Pero podía haber perdido la vida. Se encontraba en su clase de alemán cuando el hombre vestido como si fuera un boy scout irrumpió en el aula. “No dijo nada, eso fue lo más extraño. No gritó, nada. Sólo disparaba contra la gente.” La policía asegura que ningún cadáver tenía en el cuerpo menos de tres balas.
Ayer, en el campo deportivo de la universidad, donde se homenajeó a las víctimas, el común denominador eran las lágrimas, la rabia y el estupor. Hasta allí llegó el presidente George W. Bush, acompañado por su esposa. Rodeado por unas diez mil personas, en su mayoría estudiantes, dijo: “En este momento de angustia, sepan que gente de todo el país está pensando en ustedes”.
*De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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