EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Los bajones en los mercados de valores y en el precio de los bonos de países emergentes no son otra cosa que una nueva crisis del sistema financiero globalizado causada por las maniobras especulativas de algunos poderosos fondos de inversión. Son temblores recurrentes –el último sucedió hace poco menos de una década– de una estructura sistémica del capital internacional que ocurren cada vez por su propia lógica: crean “burbujas” para satisfacer su codicia (en este caso los seguros sobre créditos hipotecarios en Estados Unidos) hasta que un día revientan y los costos termina pagándolo el esfuerzo de todos. Cada país resiste como puede, según la capacidad del Estado, y no del mercado, para aguantar la estampida de los privados que se corren en busca de refugios más seguros, dejando tras de sí la estela de “inversiones” sin raíces en la producción y el trabajo y el típico horror del capital ante cualquier traspié que ponga en peligro sus tasas de rentabilidad. En esta oportunidad, el nivel de reservas del Banco Central nacional está en condiciones de atenuar los impactos de la coyuntura, a pesar de los augurios catastróficos de algunos altoparlantes que tratan de aprovechar la ocasión para presionar en demanda de sus permanentes ambiciones: alza de tarifas, anulación de las retenciones, control de salarios y liberación de precios internos.
Los hostigamientos más ideológicos alargan sus reclamos a las relaciones internacionales del país soberano, exigiendo la ruptura de relaciones con Venezuela y Bolivia, y sembrando cizaña entre Brasil y Argentina. Las voces nacionales que se alzan para entonar estos cánticos no son otra cosa que ecos de comentarios originales de países más ricos, en primer lugar de Estados Unidos. Los analistas norteamericanos con mayor conocimiento de la región pensaron, desde la fundación del Mercosur, que la integración no sería una grave amenaza mientras no sumara a Venezuela y a Chile, porque en ese caso la unión sudamericana reuniría los alimentos, la energía y la salida al Pacífico, lo que le daría una capacidad de autodeterminación y de competencia internacional sobre la que Washington no tendría posibilidades de contralor.
Los más avisados habrán tomado nota que en su mensaje de presentación de la fórmula del Frente para la Victoria el gobernador Julio Cobos de Mendoza, provincia que mira a Chile por múltiples motivos, aseguró que si llegan al gobierno harán lo posible para “perforar” la cordillera a fin de abrir nuevas vías del comercio mundial de la Argentina. En sus intervenciones en foros calificados de Estados Unidos y Europa, a la senadora Cristina Fernández de Kirchner le tocó defender el derecho argentino a las buenas relaciones con Venezuela, en tanto se cumpla la cláusula democrática de la integración, que incluyen planes transformadores en el campo de la energía y los combustibles. De manera que el catastrofismo de ciertos augures sobre el futuro de la economía nacional nace de una visión ideológica del desarrollo posible en la región, es decir del que autorizan los intereses de las corporaciones multinacionales y de los “fondos de inversión” que producen burbujas donde los dejan.
Para todos los que comparten esa mirada, fue una buena noticia el descubrimiento de la valija “venezolana” con casi 800 mil dólares, porque de un solo golpe podían enlodar al Gobierno con sospechas de corrupción y aumentar los malestares en la relación con Hugo Chávez. Esa es la real magnitud del “descubrimiento” que va mucho más allá de cualquier presunción sobre las derivaciones del escándalo. No quiere decir que el asunto pueda circunscribirse a términos político-ideológicos, sino que no debe reducirse a una simple maniobra de sobornos o de lavado de dinero sucio. Además de estas posibilidades, que tendrán que develar las investigaciones administrativas y judiciales, hay que agregarles los condimentos sobre las intenciones que están aprovechándolo para abrir una zanja en las rutas de la integración sudamericana que reúna alimentos, energía y salida al Pacífico, el trípode sobre el que puede apoyarse el despliegue de la potencialidad productiva y comercial de la región, con alcances por el momento incalculables.
En ese contexto debería ubicarse la confrontación de Argentina y Uruguay, por lo que ayer en nota formal la Cancillería calificó de emprendimiento industrial “ilícito” para referirse a la papelera Botnia. El mensaje forma parte de una dura respuesta, con términos de severidad desusada para el lenguaje diplomático, a las afirmaciones uruguayas que calificaron de “terroristas” a las afirmaciones de indignados asambleístas de Gualeguaychú. Mientras tanto, en las obras finales de la papelera se produjo un derrame tóxico que mató a nueve obreros y provocó un paro total del sindicato que exige garantías de seguridad. Fue un cruel anticipo, así haya sido un accidente, de las desgracias contaminantes que vienen anticipando los empecinados ribereños entrerrianos que se oponen desde el comienzo a la instalación de la pastera finlandesa a las orillas del río Uruguay. Es obvio, a esta altura, que ambos gobiernos perdieron el control de la situación porque no han hecho otra cosa que agravar las tensiones existentes entre dos países que por una historia común de dos siglos nunca debieron reincidir en confrontaciones que en algunas épocas pudieron justificarse, pero no ahora, cuando es el momento de sumar, no de restar, para la fuerza de la unidad sudamericana.
Como cualquier ciudadano puede comprobar con sólo mirar las noticias cotidianas, las críticas al Gobierno, por derecha y por izquierda, a veces rozan la superficie de estos temas y los voceros oficiales se abroquelan en la defensa de la gestión cumplida, pero lo habitual es que prefieran rebuscar prontuarios y olfatear, como sabuesos hambrientos, al funcionario corrupto, aunque no para dotar de transparencia a los negocios públicos sino para desacreditar a los gobernantes y a sus candidatos. Mucho se habla, por ejemplo, de las supuestas conductas del ministro Julio De Vido, pero ningún candidato de la oposición ha presentado un plan de obras públicas que mejore todos los vicios que se le atribuyen al programa oficial. Sin duda, tiene valor civil que los gobernantes sean vigilados con celo por la oposición y que las denuncias se concreten en evidencias para los tribunales encargados de estas causas, como la que ayer tuvo como protagonista a Elisa Carrió, aunque tampoco es lógico que cualquiera pueda decir cualquier cosa de su adversario amparándose en el derecho de la libre expresión o, más de una vez, en los fueros ejecutivos o legislativos que los protegen de la acción judicial. Que no haya espacio para debates de mayor profundidad sobre los destinos nacionales habla de la superficialidad, cuando no de la mezquindad, en la que se desenvuelve la política criolla.
Podrá decirse que la campaña electoral, por su propia dinámica, necesita lemas contundentes y atractivos antes que profundidades ideológicas o culturales. Puede que así sea, pero el riesgo de la frivolidad suele caminar de la mano de la memoria corta. Si no fuera así, un político como Carlos Menem, icono de las políticas conservadoras de la década del ’90, no podría presentar mañana candidatura a gobernador en La Rioja en nombre de una supuesta ortodoxia peronista, de la que él abjuró como presidente de la Nación. También mañana, domingo, Alberto Rodríguez Saá va por la reelección, después de 24 años de gobernación familiar ininterrumpidos, casi sin opositores porque la mayoría desistió de competir, mientras su hermano Adolfo pretende integrar la fórmula presidencial del mismo peronismo ortodoxo que invoca Menem o el neuquino Jorge Sobisch, quien ya anunció que participará de la competencia, acompañado de Jorge Asís, aunque los otros caciques reunidos en Potrero de Funes no le otorguen apoyo. La vieja política encuentra espacio entre los escombros de los que fueron los mayores partidos populares, porque todavía la nueva política no logró articular las fuerzas renovadoras que sean capaces de desalojar los feudos familiares en provincias o en los distritos del Gran Buenos Aires, ni de ofrecer expectativas nuevas a los votantes.
La candidata Cristina tendrá que meditar a fondo, si alcanza el gobierno, sobre la reforma política, siempre anunciada pero jamás realizada, como un impulso verdadero a la nueva forma de ejercer el poder. La familia Kirchner experimentó este año, en carne propia, las consecuencias de mantener el gobierno de Santa Cruz entre cuatro paredes, porque apenas dejaron la pieza vacía llegó el momento de la rebeldía de los sectores populares que no sólo resintieron el abandono sino que tampoco encontraron interlocutores válidos para presentar sus pliegos de reivindicaciones. Arrancaron los mineros de Río Turbio con refriegas en las que murió un policía, siguieron los docentes y otros trabajadores del Estado en Río Gallegos, con marchas masivas en la capital de una provincia grande y despoblada, y desde hace algunas semanas los pescadores de Puerto Deseado no aflojan las protestas. La pareja presidencial viajó ayer a la capital provincial, después de varios meses de ausencia, para realizar un acto público en apoyo de la candidata presidencial, pero ya se sabe que Alicia Kirchner, hermana del Presidente, senadora por Santa Cruz ausente con permiso y ministra de Acción Social, quiere bajarse de la candidatura a gobernadora.
Estos temblores de la política, desde ya, son incomparables con la tragedia peruana por el terremoto que devastó la ciudad de Pisco y otras zonas peruanas, con centenares de muertos, heridos y desaparecidos, en cuya solidaridad ya acudieron Argentina y otros países de la región. Las dimensiones diferentes de los resultados no les quitan gravedad a los asuntos que recorren el territorio de la política nacional, porque la realidad social también es capaz de convertir temblores en trepidaciones de envergadura. Perón, veterano de mil y una batallas políticas, solía advertir que lo peor llegaba cuando “el pueblo tronaba el escarmiento”.
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