EL PAíS › OPINI0N
› Por Mario Wainfeld
Elisa Carrió tendrá un escenario a su medida en plena campaña, un tribunal que la juzga. La querellada se convertirá (ya lo viene haciendo) en fiscal, una postura ideal para sus recursos de oradora parlamentaria. La casualidad juega su rol, no fue ella quien promovió el trámite, sino un particular que la llevó a tribunales, el empresario Héctor Antonio.
Se dirime un conflicto entre el interés de Antonio, quien cree que su honor fue injustamente mancillado, y el derecho de expresión de la líder del ARI. Según la líder del ARI la contienda es con el Gobierno. Antonio piensa diferente, cree que Carrió lo difamó y exige condena.
El juez Luis Schlegel parece que sentenciará pronto, quizás antes de fin de mes, y no podrá eludir las implicancias políticas de su fallo, que versará empero sobre el reclamo de un ciudadano común. Un hecho, nada nimio, menoscabado por la mayoría de la cobertura mediática.
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El juicio es por calumnias e injurias. ¿Puede la sentencia impedir que Carrió sea candidata a la presidencia en octubre? Las posibilidades son mínimas, aunque no es estrictamente imposible.
Dos leyes regulan el efecto de una condena sobre el derecho a ser candidato. El Código Penal restringe muchos derechos (entre ellos los políticos) para quienes cumplan condena a prisión de más de tres años. Algunos interpretan que esa es la norma aplicable al expediente. Sin embargo, hay una norma más específica y más severa, el Código Electoral nacional (CEN, ley 19.945). En caso de conflicto entre leyes, se presume que la especial prevalece sobre la general.
El artículo tercero, inciso e) del CEN priva del derecho a votar (y por ende a ser electo) a “los condenados por delitos dolosos a penas privativas de la libertad y por sentencia ejecutoriada, por el término de la condena”. “Sentencia ejecutoriada” significa cosa juzgada. Así las cosas, una condena firme a prisión se bastaría para impugnar a la candidata.
Claro que esa hipótesis es altamente improbable porque, ante una sentencia adversa, a Carrió le bastaría apelarla. Los trámites ulteriores irían mucho más allá de fines de octubre.
La Justicia electoral, por lo demás, tiene como tendencia un criterio amplio para la admisión de los candidatos. Luis Patti puede dar testimonio de esa –en general encomiable– proclividad.
Un precedente no tan lejano es una peculiar excepción en esa jurisprudencia. Raúl Romero Feris fue inhabilitado para asumir como senador cuando pesaban contra él dos condenas que no estaban firmes. El fiscal Jorge Di Lello dictaminó por su admisión, la Cámara Electoral la denegó, pese a no haber cosa juzgada. Eso sí, mediaban delitos mucho más graves que los abusos en la palabra que se imputan a Carrió y existían dos condenas.
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El régimen procesal argentino no tarifa las pruebas, deja la sentencia librada a la “sana crítica” del magistrado. Para condenar, Schlegel debe concluir que hubo falsedad de Carrió y que medió intención de dañar (“dolo” en jerga). Si la falsedad fue la atribución de un delito, se configura calumnia. Si fue la falaz atribución de una conducta descalificadora pero no delictiva, hay injuria. La calumnia, claro, es más grave que la injuria.
La defensa técnica de Carrió se orientó a probar que no hubo de su parte atribución de delitos a Antonio (o sea que jamás podría haber calumnia). Y enfatizó que sus designios fueron hacer una denuncia pública y no desmerecer al empresario, o sea que no hubo dolo.
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Con demasiada laxitud, muchos comentaristas han obviado tomar en cuenta los derechos del ciudadano Antonio. Se trata de una persona desconocida para la mayoría de los argentinos, incluido el cronista. Carrió denuncia que es un aliado del Gobierno y que estuvo mezclado en crímenes turbios. Es un tema opinable, pero en ningún caso es justo aplicarle a un ciudadano inocente (todos lo son hasta que medie sentencia en su contra) el carácter transitivo y equipararlo a protagonistas políticos. Antonio es un ciudadano común. Su honor particular es digno de tutela, así esté envuelto en una disputa política de magnitud. Ese dato complejiza el cometido del juez.
El propio elenco oficialista ha proporcionado un ejemplo para comparar. Aníbal Fernández anunció que querellará próximamente a Carrió. Esa medida, ejercitada por un político de profesión, es un abuso de autoridad. A los dirigentes les cabe aceptar que la amplitud del debate democrático es un bien superior a sus pruritos personales. Esa regla de oro no es proyectable a los ciudadanos comunes.
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La sentencia será decodificada en clave política, el caso ya es un issue de campaña. Suele creerse que la tarea del juzgador es un puro ejercicio deductivo, cosa que jamás ocurre. Hay conflictos en juego, versiones distintas, en este caso consecuencias institucionales. El bullicio de la tribuna mediática jamás cesa. El magistrado podrá, eventualmente, superarlo pero jamás se privará de oírlo.
Si su señoría entiende que Carrió es inocente, la ex senadora y diputada se anotará un poroto en campaña y el horizonte general no sufrirá conmociones.
La condena tendría mayores repercusiones, más allá de lo que (sin duda) diría el juez al fundamentarla, circunscribiéndola al expediente.
¿Cómo debería conducirse el magistrado si su razón le dijera que hubo injuria o calumnia contra Antonio y su prudencia le marcara que las consecuencias del fallo serían exorbitantes al caso? Sin pretender agotar la nómina de salidas podría:
a) Cuestionar la imprudencia de Carrió y dejar constancia de ella en la sentencia pero absolverla en aras de las libertades políticas y de expresión.
b) Si interpretara que medió injuria, podría imponer pena de multa a la acusada, dando razón al querellante sin que la sanción interfiriera en las elecciones.
También podría condenar a prisión en suspenso (mínimo tres meses), claro.
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El acusado devenido fiscal es un clásico de la política. Hay ejemplos formidables, dramáticos. Fidel Castro proclamando que “la historia me absolverá”. Emile Zola, trastrocando su rol de defensor de Dreyfus. Sócrates, invocado por Lilita.
La conmemoración no iguala los tantos. La versión actual y local es, afortunadamente, menos tremenda. Contra lo que se afanan en proclamar casi todos los políticos en campaña, fuera cual fuere su bandería, la Argentina atraviesa una etapa relativamente mansa y democrática. La escena será interesante, no trágica.
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Todo derecho es una conquista. Se reivindica, se conquista, se defiende desde siempre, todo el tiempo. Las libertades democráticas jamás están ganadas del todo y mucho queda por avanzar en ese terreno. Pero no están en el precipicio que muchos creen ver (y que unos cuantos no percibieron en etapas mucho más ominosas).
Carrió afrontará un tribunal, casi en los mismos días en que la ex ministra Felisa Miceli pasará por otro. La campaña (de la cual ambos trances forman parte) seguirá. Y, seguramente, habrá en octubre una elección razonablemente limpia, sin proscripciones ni exclusiones para consagrar a un presidente o presidenta, a través del sufragio universal. Como debe ser y como viene siendo desde 1983.
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