EL PAíS › REFLEXIONES SOBRE LO QUE DEJARON LAS ELECCIONES
Después de las denuncias por faltantes de boletas y de las demoras en las mesas electorales, aquí se debaten desde las variantes ofrecidas por el voto electrónico y la instrumentación de boletas únicas de opción múltiple hasta las formas de ejercer la democracia.
› Por Gabriela Cerruti *
¿Cuántos de los ciudadanos indignados por la demora en la cola de votación habían escapado de la obligación de ser presidentes de mesa cuando fueron convocados? ¿Cuántos habían rechazado ser fiscales de la fuerza política a la que adhieren? ¿Cuántos habían llegado a última hora a votar, especulando para no ser llamados a suplir a una autoridad de mesa? En la mesa en que voté el domingo había sólo tres mujeres: la presidenta y dos fiscales. Ninguna de las dos sabía qué lista estaba fiscalizando. ¿Y los fiscales del resto de los partidos?, pregunté. “Es que esta vez pagaban solamente cincuenta pesos. En la elección a jefe de Gobierno pagaban cien”, me contestó vehemente la señora. ¿Alguien recuerda la época en que los militantes esperaban el momento de fiscalizar los comicios? ¿Alguien recuerda la pasión con que se cuidaban las boletas y los votos? La militancia, para algunos; el “aparato”, para otros. Los partidos políticos, en fin.
Orgullosa de sus flamantes conocimientos sobre los vaivenes de la democracia, una niña que acompañaba a su madre logró poner en crisis a varias de las mujeres que formaban en hilera. “¿Votar es un derecho o un deber?”, preguntó.
“Un hombre que estuviera solo en el universo no tendría ningún derecho, pero tendría obligaciones”, escribió la joven Simone Weil en medio de la Segunda Guerra Mundial. La humanidad estaba entonces inmersa en una espiral de violencia, genocidio, colonialismo, racismo y hambrunas, que creyó necesario enumerar las condiciones mínimas e indispensables para el desarrollo de una civilización en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y el Ciudadano.
El siglo en que se consagraron los derechos humanos fue, sin dudas, el siglo en que se violaron sistemática y masivamente. Pero, al mismo tiempo, en el que se generó la conciencia colectiva e individual más acabada de aquello de que todo hombre y mujer tenían derecho a reclamar y defender para su subsistencia.
Sin embargo, ¿cómo subsiste una comunidad en que todos somos conscientes de nuestros derechos pero nadie se hace cargo de sus obligaciones? Los derechos son, en definitiva, necesidades físicas, psíquicas, “necesidades del alma”, que cuando descienden al terreno de los hechos y la vida en comunidad se transforman en obligaciones para con el otro. En un ejemplo elemental: todo ser humano tiene derecho a una alimentación adecuada. Y todo ser humano que, teniendo lo necesario para alimentarse, ve a otro hombre con hambre tiene la obligación de socorrerlo.
En otros casos, como en el de la pregunta de la niña sobre el voto, es aún más difícil de discernir. El trabajo, ¿es un derecho o un deber? El ser humano tiene la necesidad de sentirse responsable frente a algo o alguien, frente a su obra, y eso le da dignidad como parte de una familia, de una comunidad, de una sociedad. Por eso no hay plan social que supla al trabajo, aunque compense el mismo ingreso o alcance para cubrir determinadas necesidades físicas.
Muchas de estas obligaciones están sin duda en cabeza del Estado como gran regente de la comunidad. Pero no absolutamente, pero no todas. Porque muchas de las “necesidades del alma”, sólo se resuelven en la vida comunitaria y allí el derecho de cada uno es una obligación para el otro. Son los deberes, y no los derechos, los que ligan a un ser humano con otro y los entrelazan como parte armónica de una comunidad.
El Estado tiene el deber de garantizar el derecho a la libertad de expresión, individual y colectiva. Pero el Estado no puede, y no debe, controlar que se hable con la verdad, sin calumnias, sin prejuicios, que no se manipule la opinión pública o que se inciten conductas incorrectas. Es un deber de los medios de comunicación, de los escritores, de los periodistas, de cada ciudadano, en fin, que quiera expresarse libremente y que quiere ser informado libremente. La libertad de expresión es un derecho, pero la búsqueda de la verdad es una obligación.
En nuestro país en particular, con la errónea idea instalada de que los derechos humanos sólo tienen que ver con la búsqueda de verdad, justicia y memoria sobre el genocidio llevado adelante por la dictadura militar, cualquier debate sobre el tema es rechazado por un sobreactuado “progresismo”, como si discutir los deberes ciudadanos fuera deshonrar la memoria de nuestros mártires.
La sociedad argentina en su conjunto –por la lucha y la docencia de los organismos de derechos humanos en primer término y, más recientemente, por la autoridad con que el Estado en sus tres poderes durante la presidencia de Néstor Kirchner– hizo suya esta búsqueda. La reivindicación de la verdad, la justicia y la memoria forma parte hoy del sentido común de la sociedad, se enseña en las escuelas y, salvo en minúsculos grupos ajenos al devenir colectivo, es uno de los grandes avances institucionales y culturales de los últimos tiempos.
Es seguramente ligero y simplista decir que el siglo pasado fue el de los derechos humanos y éste debe ser el de los deberes, como sostuvo hace unos meses Mauricio Macri. Pero también lo es rechazar la idea con santa indignación como si hablar de las responsabilidades fuera negar los derechos. Debatir deberes y derechos, necesidades y obligaciones, con serenidad y sin crispación, es un camino indispensable para la construcción de una sociedad armónica. La libertad de uno termina donde empieza la libertad del otro se repetía como lugar común hace algunas décadas. Mucho más que eso: la verdadera libertad del otro es el espejo claro y nítido de las obligaciones de cada uno.
* Legisladora porteña electa.
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