EL PAíS • SUBNOTA › ENTREVISTA CON NORMA GIARRACCA, ESPECIALISTA EN SOCIOLOGíA RURAL
Detrás de las causas del conflicto entre el Gobierno y los productores rurales, Giarracca analiza la transformación del modelo agrario y el auge del agronegocio impulsado desde los ‘90 por las grandes corporaciones y el propio Estado argentino.
› Por Javier Lorca
El campo se volvió contra el Gobierno como Frankenstein contra su creador. Norma Giarracca, profesora de Sociología Rural y coordinadora del Grupo de Estudios Rurales del Instituto Gino Germani (UBA), apela al mito del monstruo rebelado para sostener que las causas del conflicto agropecuario se fundan en el modelo sojero fomentado desde los ‘90 por el Estado y las grandes corporaciones.
–¿Cómo se construyó y cuáles son las características del modelo agrario hegemónico en Argentina?
–Al capitalismo transnacional le costó instalarse en el sector agropecuario por la fuerte presencia de productores familiares: los “chacareros”. Ese sector mayoritario en el total de las unidades de producción, de “hasta 200 hectáreas”, era protegido por un armado institucional desde principios del siglo XX. También estaban las viejas y fuertes empresas nacionales agroalimentarias y las cooperativas de comercialización. A partir de 1976 esto se fue modificando y se generaron las condiciones políticas, culturales, económicas e ideológicas para la instalación del nuevo modelo agrario.
–¿Cuál es la responsabilidad del Estado?
–Este proceso comenzó hace treinta y pico de años y el Estado estuvo en distintas manos. Primero, durante la dictadura, fue el disciplinamiento de los actores sociales que tenían una tradición de lucha. A los campesinos y chacareros de las Ligas Agrarias los silenciaron con el terror. En ese clima se introdujeron las semillas híbridas, nuevas formas de contrato de arrendamiento, el deterioro de los salarios de los trabajadores rurales, bajo la hegemonía de una clase tradicional que tenía fuertes articulaciones con la dictadura. Con la democracia se flexibilizan las condiciones políticas, pero pasan años para que los pequeños productores y campesinos vuelvan a organizarse. Los gremios de los trabajadores rurales nunca más llegaron a aglutinar las demandas de sus bases. En esta etapa se generan las condiciones para el cambio. La más importante es el decreto de desregulación de la dupla Menem-Cavallo en 1991, que desarma toda la ingeniería institucional que había permitido la convivencia de la pequeña, mediana y gran explotación en la estructura agraria. Para participar del nuevo modelo se les ofrecía disponibilidad de créditos y así, en pocos años, parte importante del campo quedó totalmente endeudado y con fuerte peligro de perder la tierra. Aparecen nuevos actores y organizaciones, y las viejas, como la FAA, se reorganizan y toman contacto con sectores urbanos, con la CTA. Mientras, la cadena agroalimentaria sufría importantes transformaciones: concentración, extranjerización y predominio de super o hipermercadismo. En 1996, con el campo con bajos precios internacionales, desregulados, se autoriza a sembrar semilla transgénica de soja, con su paquete tecnológico promovido por una de las corporaciones más fuertes del área, Monsanto, una de las empresas más criticadas del mundo. Cambian los modos agronómicos de manejar los suelos, de sembrar y cosechar. Es la última etapa de la instalación del modelo del agronegocio. Argentina es uno de los 19 países donde se autoriza esto y uno de los 5 que produce con transgénico a gran escala. Transgenia, glifosato, fumigaciones con costos muy serios a la salud. No es la mano invisible del mercado, es producto de decisiones políticas.
–¿Cómo incidieron las diferencias sociales y regionales en la instalación del modelo sojero?
–Las primeras en entrar son las regiones más fértiles del país. A medida que los precios suben se van incorporando lo que llamamos eufemísticamente las regiones no pampeanas. Los nuevos inversores, los famosos fondos de inversión, buscan tierras, desplazan campesinos, yungas, montes. Sustituyen cultivos alimentarios en la región pampeana y se expanden a otras regiones a costa de comunidades, pueblos y bosques. ¿Quiénes entran en el modelo? Primero hay que recordar que vía endeudamiento muchos chacareros habían perdido su tierra, en un proceso dramático, con muchos suicidios. Esto es importante para entender hoy la desesperación de muchos agricultores “salvados con la soja”. El fantasma de “estar mal, perder la tierra” está muy cerca. Entre 1988 y 2002, un 25 por ciento de unidades productivas había desaparecido y la mayoría pertenecía al estrato de “hasta 200 hectáreas”. Todavía no sabemos cuántos desaparecieron desde 2002. Los que pudieron permanecer –con la devaluación, moratoria de la deuda, subsidios del combustible– entraron en el modelo sojero. Como con la fiebre del oro, los pueblos corrieron detrás del “oro verde” estimulados por el discurso triunfalista de los grandes productores y los medios de comunicación financiados por las corporaciones. Se dice: “Entrar en el agronegocio es entrar en la modernización, seguir con la producción de alimentos y cuidar la tierra como un bien familiar es de atrasados”. Y, debemos decirlo, la Federación Agraria sostuvo este discurso y promovió la agricultura sojera, aunque sus dirigentes sabían los peligros que el modelo acarreaba.
–¿Qué pasó con los campesinos?
–A los campesinos se les arrebatan sus tierras igual que a las comunidades indígenas. Se desmonta, se considera que en esas tierras antes marginales el precio internacional permite que sean rentables, pero a los campesinos no se les ocurre entrar en la soja, porque la relación de campesinos e indígenas con su tierra es diferente. Muchos de ellos pertenecen a organizaciones integradas a Vía Campesina, un interesante actor internacional que contrapone la vía campesina de producción de alimentos, la soberanía alimentaria, el respeto a la diversidad biológica y cultural, al modelo extractivo y devastador del agronegocio. Aún con toda la propaganda de la cultura neoliberal, existen poblaciones, culturas, que mantienen la creencia de que la tierra es para producir alimentos y para respetarla y no para ser grandes negocios.
–Si el Estado fue clave en la construcción del modelo, el conflicto abierto con el anuncio de las nuevas retenciones ¿supone una ruptura o una mutación de aquella alianza?
–El Gobierno hace rato que decidió basarse en el modelo de una economía extractiva: petróleo, producción minera, agronegocio. Esta idea de que la Argentina puede insertarse en el mundo con petróleo, oro y soja no es privativa de los Kirchner, la legislación viene desde los ‘90. Pero estos últimos años, el Gobierno redobló la apuesta, pero decidió convertirse en socio, vía retenciones. Lo hizo con el petróleo y el agronegocio, lo piensa hacer con la actividad minera. Ahora se trata de ajustar su porcentaje en esa sociedad. El Gobierno creó sus propios Frankenstein. Legislar para traer a Monsanto, a las empresas mineras, a las petroleras, les dio subsidios para las nuevas exploraciones. Irresponsablemente genera en el país actores muy peligrosos: devastadores, insaciables, a los que les importa poco nuestro territorio. Son como Frankenstein, esa creación monstruosa pero también prometeica, que promete los fuegos de la vida o del desarrollo. Pero son mitos, creaciones que la gente cree por un rato pero, como aún funciona un núcleo del buen sentido, cuando se dan cuenta de que nada de lo prometido es cierto, reacciona.
–¿Qué fuerzas sociales se están expresando en el conflicto bajo la denominación de “el campo”?
–Son las corporaciones las que quieren instalar esto de “un campo”, los cuatro gremios. Federación Agraria, lamentablemente, no ha hecho nada para diferenciarse. No hay agricultura más heterogénea, rica en regiones y cultura que la argentina. La actitud corporativa es la de “un campo que nosotros representamos”. Es una capacidad hegemónica de los grandes. En los ‘70 y ‘80 la Sociedad Rural tenía esa capacidad. Ahora son los grandes sojeros, los “grobocopatel”, los que han sabido incluir en sus propios intereses a los chacareros. Y eso es un drama. El país necesita de los agricultores, de ese agricultor familiar que era el gran alimentador del mundo y la población nacional. Se necesita separar los intereses de los grandes sojeros de los intereses de los pequeños. Eso lo debe hacer la Federación Agraria, pero no se puede hacer dentro del modelo del agronegocio sojero. Esa es la cuestión. Ese es el drama de estos días, no veo a los grandes sojeros en las rutas, veo a los chacareros, enojados, asustados y sin diálogo con el Gobierno.
–¿Dónde encuentran su legitimación tanto la resistencia a las retenciones como la pretensión del Estado de gravar las exportaciones?
–Hay una lucha de sentidos, de legitimaciones discursivas y, lamentablemente, ambas posiciones son maniqueas. El Gobierno, el discurso de la Presidenta, enfatiza un campo todo próspero, que se enriquece y es insensible con el resto de la población. Lo sermonea, lo amenaza. Y los ruralistas doblan la apuesta con otro discurso sin matices e igualmente duro.
–¿Cómo es recuperada por sectores agrarios una modalidad de protesta social como el piquete? ¿Y cómo se relaciona con la reaparición urbana del cacerolazo?
–El piquete, el corte de ruta, es agrario. No es “creación” de los ‘90, lo iniciaron en 1912 los “gringos” del Grito de Alcorta, esa heroica resistencia que da lugar a la Federación Agraria, que cada tanto debería repasar su historia. En la protesta hay repertorios que se repiten en la historia y otros nuevos. El corte es una vieja forma; el cacerolazo se inauguró el 19 y 20 de diciembre, y se repitió la semana pasada con menos fuerza, pero fue importante. Yo fui a la esquina de Cabildo y Juramento a preguntar “¿por qué están acá?”. No estaba la clase alta, ni en Belgrano ni en Primera Junta ni en Plaza de Mayo. Era esa clase media que en los ‘90 se “sensibilizó” con el drama de los chacareros... Sin saber detalles, se puso del lado del campo o, mejor dicho, en contra del Gobierno. Entre las personas que entrevisté había confusión acerca de si el campo ganaba o perdía. Pero no dudaban en culpar al “Estado” con quedarse con toda la plata y ahora querer más, sin distribuirla. Entrevisté a por lo menos 20 personas –un hábito profesional– y todas hicieron mención a que no se sabe qué hace el Gobierno con el dinero que recauda. Néstor Kirchner gobernó preocupado por los cacerolazos y creo que no pasa esto con Cristina y su entorno, y lo digo no sólo por la protesta agraria o en las calles.
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