Mar 20.05.2008

EL PAíS • SUBNOTA  › ATILIO BORON, EDUARDO GRüNER Y GONZALO BARCIELA

El debate sobre el Gobierno y el lockout

La etapa, el carácter del Gobierno, el rol de los intelectuales, el modelo de país, el lockout de los productores agropecuarios, la izquierda, posibilismos y esquematismos son algunos de los ejes del debate que intenta una mirada desde la cultura sobre el proceso político a partir del conflicto agropecuario.

Opinión

Algunas aclaraciones necesarias

Por Eduardo Grüner *

El jueves 15 este diario publicó el texto completo de la llamada “Carta Abierta/1”, un importantísimo documento sobre la actual situación política nacional, emitido por centenares de intelectuales y que fuera presentado el martes anterior en una multitudinaria conferencia de prensa en la librería Gandhi. Nombrando a algunos de los firmantes de dicha carta, el diario consigna, equivocadamente, mi nombre. Es un error perfectamente comprensible, dado que estuve presente en la mencionada presentación y, sobre todo, que me he solidarizado plenamente con el movimiento político-cultural que la carta representa y cuya emergencia considero un acontecimiento histórico de enorme trascendencia en los momentos actuales.

Sin embargo, me siento en la obligación –puramente individual y que no tiene por qué interesar a nadie más: si la hago pública es simplemente porque el error también lo fue– de aclarar brevemente las razones por las cuales en su momento tomé la (difícil) decisión de no firmar el documento, al mismo tiempo de manifestar, repito, mi solidaridad con, y mi pertenencia a, el colectivo que originariamente lo concibió. Como suele sucederles, para bien o para mal, a los que escriben, esas razones pueden reducirse a lo que suele llamarse “una cuestión de palabras”: en el último párrafo de la carta se postula el espacio creado como una “experiencia que se instituye como espacio de intercambio de ideas, tareas y proyectos, que aspira a formas concretas de encuentro, de reflexión, organización y acción democrática con el Gobierno y con organizaciones populares para trabajar mancomunadamente, sin perder como espacio autonomía ni identidad propia”. Por un prurito quizá desmedido y, de nuevo, puramente personal (aunque, ya se sabe: es cada vez menos fácil separar lo personal de lo político), concluí que no estaba en condiciones de suscribir la idea de trabajar mancomunadamente con el Gobierno. Es notorio –si bien, una vez más, no tiene por qué interesarles a otros– que mi posición es crítica hacia lo que, en una nota anterior publicada en este mismo medio, llamé las “opciones estratégicas” (sin eufemismos: las políticas de fondo, indiscernibles de una posición ideológica) hasta ahora adoptadas por el Gobierno respecto de cuestiones como un modelo estructural de redistribución del ingreso, cuestiones en las que aún un gobierno “burgués” (me inhibo ahora de agregar “reformista” para no volver a dar lugar a un debate que en estas circunstancias estimo postergable) podría haber profundizado mucho más de lo que lo ha hecho éste, con mucha mayor consecuencia con sus propios enunciados –y, por supuesto, no haberlo hecho es ya la primera, y fundante, de esas opciones estratégicas, de la cual se derivan casi todas las demás críticas de las que el Gobierno se hace pasible, y que el documento de marras, por cierto, no ahorra–.

Pero también es notorio que mi opinión es que el “mal mayor”, en esta precisa coyuntura histórica, viene de otro lado (sin que ese “otro lado” permita muchas veces, lo admito, trazar una frontera nítida con el “campo” –con perdón de la palabra– del Gobierno). Y eso, si es que todavía hay que aclararlo, no significa, como se nos ha imputado, adoptar ninguna estúpida dialéctica del “mal menor”, ni mucho menos descansar resignadamente en alguna clase de “posibilismo”. Es, todo lo contrario, y para citar una formulación clásica, hacer “el análisis concreto de la situación concreta”. Respecto de esto, el espíritu de la Carta Abierta no puede ser más claro: su movimiento principal no es en defensa del Gobierno –¿qué poder real podría tener un grupo de intelectuales para ello, aun cuando ésa fuera su voluntad?–, sino en defensa propia. Y en defensa de una democracia (que precisamente en su defensa debe ser sometida al más riguroso análisis crítico), y sobre todo de una sociedad, potencialmente amenazada más allá de este gobierno. La operación “destituyente” de la que habla la carta se ha desplazado hacia y se ha concentrado en el Gobierno, por ahora, porque la sociedad en su conjunto –comprensiblemente, en vista de la confusión reinante– está casi totalmente desmovilizada (y eso también es responsabilidad del Gobierno). Pero –independientemente de que en esta coyuntura el Gobierno aparezca como el “blanco” inmediato– es una operación contra la sociedad, y muy particularmente contra las clases subordinadas, que como de costumbre son las rehenes pasivas del conflicto: lo que se quiere “destituir”, arrancar de cuajo antes de que la propia crisis obligue por fin a la sociedad a asumir autónomamente una posición, es justamente un generalizado y radical debate público que, produciendo un salto cualitativo sobre las apariencias inmediatas de la crisis, ponga de una vez por todas en cuestión el famoso “modelo de país” que la sociedad argentina quiere y necesita. Esa es la “batalla cultural” a la cual la Carta Abierta, si la interpreto bien, se propone modestamente contribuir e impulsar. Porque si los poderes reales que están por detrás del “movimiento campestre” son un “mal mayor” es porque ellos sí –sin dejar de lado los confundidos que se han aliado circunstancialmente a esos poderes por las más variadas razones– tienen perfectamente claro qué modelo quieren. Y si el Gobierno es cómplice de eso, o si su diferencia con el modelo de los poderes no es lo suficientemente nítida, o lo que sea, es desde luego un tema que puede y debe ser discutido como parte de la “batalla”. Pero, ¿vamos a caer en la trampa –muy astutamente armada por la “agenda comunicacional” de esos poderes, y sin que el Gobierno la haya desmentido verdaderamente– de creer que a esta altura el problema central sigue siendo el fácilmente solucionable detalle “técnico” de las retenciones móviles a las ganancias ultraextraordinarias de los grupos concentrados “polirrubro” (y no sólo sojeros), a cuyo crecimiento, hay que decirlo, contribuyeron las opciones estratégicas gubernamentales?

Es necesario desplazar el eje para hacerlo chocar con lo que es, hoy, ahora, la fractura básica: o la sociedad –y sobre todo sus sectores más oprimidos, víctimas principales de todo esto– tienen algo que decir, y en voz bien alta, o no. Si es “no”, más vale que nos ocupemos de otra cosa. Pero si tenemos la mínima esperanza de que sea “sí”, hay que asumir la responsabilidad de ocupar algún lugar, por pequeño que sea, en la construcción, para empezar la del lenguaje, que esa esperanza supone, sin incurrir en las mezquindades narcisistas supuestas por el temor de que alguien nos confunda con un color político que no es el nuestro. Esto es, me parece, lo que dice la Carta Abierta. Y ésta es la razón por la que se puede adherir al movimiento que la ha propuesto –y en cuyo seno, al que escribe esto le consta del modo más inequívoco, se discute con la más absoluta libertad y autonomía: la prueba está en que ese movimiento tiene entre sus lugares constitutivos precisamente el de aquéllos que sin firmar, están–, ya sea que se la haya firmado o no por algún matiz político a preservar. Finalmente, no es una firma más o menos de un intelectual del montón (un montón que por suerte ha logrado por fin reunirse) lo que va a decidir el rumbo con el que se saldrá –o no– de esta crisis: ese rumbo lo va a decidir la sociedad, o lo va a decidir el poder polirrubro. El resto –como hubiera dicho un principito dinamarqués– es silencio. O puro sonido y furia.

* Sociólogo, ensayista, profesor de Teoría política y de Sociología del arte (UBA).


Opinión

Exigir, ¿desde dónde?

Por Gonzalo Barciela *

El 16 de abril, Eduardo Grüner publicó un artículo, titulado “¿Qué clase(s) de lucha es la lucha del ‘campo’?”. En este entendimiento, Grüner provoca un desplazamiento no menor, porque obliga, al menos, a deshacerse de ciertas respuestas fáciles o mecánicas y a comenzar a involucrar matices en la caracterización de la etapa. Atilio Boron publicó una respuesta cuyo núcleo central se organiza en torno de la crítica de la condición “reformista” del Gobierno, término a partir del cual Grüner adjetiva el carácter de la etapa kirchnerista. Es este artículo en particular el que convoca estas líneas. Como enseñaba Carlos Olmedo, existen dos formas de encarar una respuesta. Una consistiría en rebatir punto por punto el escrito de Boron, agotando su contenido. La otra (que es la propia del fundador de las FAR y que hacemos nuestra), propone un análisis del ensayo en cuestión, a la luz de la concepción que lo inspira. El problema es el cómo es de lo que es. Alguien apresurado se referiría a la historicidad de las cosas de este mundo. El inconveniente es el modo de ser histórico de éstas. Ilustremos este punto a partir del razonamiento que Boron nos propone. Mediante un ejercicio comparativo, se contrasta la actual gestión con la primera década peronista, pasando revista a una serie de medidas, tanto de uno como de otro gobierno, arribándose a la siguiente conclusión: “Creo que lo anterior demuestra con claridad que no hay ‘reformismo burgués’. ¡Ojalá lo hubiera! No porque el reformismo satisfaga mis esperanzas, sino porque al menos nos posibilitaría avanzar unos pocos pasos en la construcción de una verdadera alternativa, es decir, una salida post capitalista a esta crisis sin fin en que se debate la Argentina”.

¿Dónde radica nuestra discrepancia? En primer lugar, nuestro principal contendor es la teleología, la causalidad finalista, y el pensamiento sustancialista que alimenta la reflexión de Boron. Más de 2500 años de filosofía nos enseñan que las cosas se definen por su sustancia y que el resto son sus accidentes, es decir, que Kirchner igual burgués, igual capitalismo, igual nada cambia, lo demás es ropaje. En una palabra, si calificamos a Kirchner como burgués, éste no es un simple adjetivo, sino un concepto que contiene en sí mismo toda su realidad. En buen castellano, nada de lo que haga este gobierno dejará de hacerlo burgués. En el mejor de los casos será reformista, pero no es más que un accidente de la sustancia “burgués”. No hay lugar para la emergencia de lo nuevo, todo residuo de alteridad es subordinado a la plena realidad del concepto “burgués” y todo cambio no es más que una suerte de despliegue lógico de lo “otro” en lo “mismo”, “burgués” será “burgués”.

Este juicio de valor está habilitado por la posesión de una episteme, una ciencia, que estructura un continuum diacrónico. Todo el problema de los análisis sería el de comprender en qué etapa estamos, es decir, dónde colocarnos en esa escala del máximo y el mínimo. El problema principal aquí es que la especificidad de la situación histórico-social se subordinaría a su categorización, a partir del decálogo de términos previstos en esa disposición que no es sólo cronológica, sino lógica, es decir, que el proceso político social está gobernado por una única y férrea ley. La conclusión de esto es que la acción política es reducida a un acto de conocimiento que estrecha al extremo los márgenes de indeterminación o incertidumbre del acaecer histórico social, decretando a priori del destino de nuestro devenir, por supuesto con mayor o menor grado de previsibilidad. Lo importante es que la proyección de la acción política es vista como un apéndice, mientras maduran las “condiciones objetivas” y éste madurar se objetiva a partir de aquel conocimiento.

¿Por qué a muchos nos recorrió una sensación de incomodidad, inquietud, bronca, indignación ante la revuelta pastoril? Por qué Eduardo Grüner nos advierte, con extrema lucidez, que “si la derecha gana, se habrá creado un peligroso antecedente de deslegitimación de la intervención del Estado en la economía y esto impediría, o al menos obstaculizaría gravemente, que este gobierno (si es que en algún momento reorienta sus opciones estratégicas) o cualquier otro futuro, sí utilizara las retenciones u otras medidas semejantes con fines redistributivos. Eso, en el mejor de los casos. En el peor, una parte nada despreciable de la sociedad habrá completado un enorme giro a la derecha del cual difícilmente habrá retorno. La situación obliga, a todo el que sienta una mínima responsabilidad, a sentar con la mayor nitidez posible una posición”.

Lejos de abrevar en el posibilismo, éste es el gesto máximo de subjetivación política, en el sentido mismo de hacer nuestras las condiciones históricas en las que estamos arrojados; el asumir la situación que nos interpela, sin esquivarla echando mano del escepticismo ilustrado, que subestima todo presente en nombre del porvenir.

Reacia su aprehensión en las garras del marxómetro, la situación está surcada por los antagonismos que se ordenan en ella y a partir de los cuales cobra forma. En esa línea de demarcación, del lado del “gobierno” no revistan tan sólo ministros y consortes, sino también fuerzas sociales nacidas al calor de la confrontación al modelo neoliberal. Si algo ha estado ausente del debate campo-Gobierno, son los sujetos que transitan y actúan la correlación de fuerzas. Y esta responsabilidad le cabe al gobierno que subestima la herramienta de la participación popular, que no es una alquimia que todo lo puede, sino un instrumento de apropiación por las mayorías del escenario público. Y si esa polaridad molesta, para muestra basta un botón. ¿Alguien puede explicar por qué toda oposición a este gobierno se organiza por derecha? Que algo está en juego es percibido por muchos. No hace falta decir que esto no es un llamado al seguidismo. El mismo Boron señala: “No es un tema de chicanas, sino de exigirle al Gobierno que haga lo que debe hacer”. Coincido en que se trata de exigir y la pregunta es ¿desde dónde? ¿Desde una posición de absoluta exterioridad? ¿O desde la acción organizada que tiene lugar en una escenario donde una serie de demandas comparten un espacio discursivo común con este Gobierno?

* Instituto de Investigaciones sociales, económicas, políticas y ciudadanas (Isepci).


Opinión

La ilusión y la realidad

Por Atilio A. Boron *

Días atrás, Mario Toer publicó una nota (Página/12, 6 de mayo de 2008) en la cual criticaba acerbamente mi negativa a considerar al gobierno de Kirchner, el anterior y el actual, como “reformista”. Toer me reprochaba por mi “voluntarismo”, que no tenía en cuenta la correlación de fuerzas existente que imponía límites aparentemente infranqueables a la voluntad transformadora del actual gobierno. También recordaba, con razón, mis juicios vitriólicos sobre los gobiernos de Lula y Tabaré Vázquez.

Enojado por mi intransigencia, Toer me enrola en las filas de una legión: la del “marxismo para radiólogos” (¿?) o las del “club electoral del cero coma (0,)”. Estas sectas se caracterizarían por su fanática adhesión a “dualidades simplistas” como “burgueses y proletarios” y “reforma o revolución”, arcaicas minucias que para Toer carecen de todo interés. Producto de mi enfermiza afición por estos simplismos sería la ceguera que me impide percibir los enormes y persistentes esfuerzos realizados por este gobierno y el anterior para “construir un proyecto nacional-popular”. Si éste aún no se ha concretado, no ha sido por falta de una férrea voluntad transformadora de las autoridades, sino porque, según mi crítico, “las mayorías no han bregado con ardor” para lograr ese objetivo. De un plumazo la resistencia social a las políticas instauradas por el menemismo y las luchas sociales que se desplegaron a lo ancho y a lo largo de la Argentina en estos últimos años reclamando mejores salarios, servicios públicos dignos y eficientes, la reconstrucción de la salud y educación públicas, controles efectivos sobre los oligopolios, protección ambiental, derechos humanos, salud reproductiva, transparencia administrativa e idoneidad en el manejo de la cosa pública fueron apenas una ilusión. La conclusión de este disparate –según el cual no fue el partido gobernante el que flaqueó en el empeño reformista que Toer y otros generosamente le atribuyen, sino que las culpables de esta frustración fueron las víctimas del neoliberalismo, que rehuyeron el combate requerido para promover las reformas– es que “lo que hay es bastante más de lo que veníamos mereciendo”.

Conclusión conservadora, si las hay, porque: ¿cómo es posible afirmar que las clases y capas populares no merecen más que las migajas que reciben de un país cuya economía lleva más de cinco años creciendo a tasas chinas?, ¿qué tendría que haber hecho este pueblo para “merecer más”? Se pueden decir muchas cosas de él, menos que no ha luchado con abnegación en pos de reivindicaciones que, en su conjunto, configuran una agenda claramente reformista que el Gobierno no quiso (¿o no pudo?) reconocer. Aun así, ¿por qué ese innegable impulso “desde abajo” no alcanzó para inclinar a la Casa Rosada a adoptar políticas reformistas?

No quiero aburrir al lector señalando, por enésima vez, todos los cambios que habrían mejorado la calidad de vida de los argentinos si hubiera existido ese fantasmagórico proyecto “nacional y popular” que vibra en la imaginación de tantos admiradores del Gobierno. Y que no se nos diga que esas reformas son inviables en la era de la mundialización: ¿cómo pudo Evo Morales recuperar para la nación el patrimonio hidrocarburífero y las telecomunicaciones de Bolivia o diseñar un esquema de pensión universal para toda la población de la tercera edad, o retirarse del Ciadi, el tramposo tribunal creado por el Banco Mundial para que las transnacionales pongan de rodillas a las naciones?; ¿cómo pudo Hugo Chávez liquidar el analfabetismo y garantizar la atención médica de toda la población, un lujo que una buena parte de los argentinos no se puede dar? Si Bolivia y Venezuela pudieron, ¿por qué no pudo la Argentina?

Flaco favor le hace al Gobierno aquel que cree ver en él esa voluntad de cambio y les achaca la frustración de ese proyecto a los pocos merecimientos del pueblo o, como dice Toer más adelante, a la “debilidad del campo popular”. La conclusión que extrae de este (erróneo) diagnóstico es que hay que proteger y fortalecer al Gobierno, “sin seguidismos, con imaginación, con pensamiento crítico, pero con generosidad y sin petulancia”.

Pero, precisamente, para no caer en las aparentemente irresistibles tentaciones del “seguidismo” sería importante que Toer se preguntara: ¿protegerlo y fortalecerlo para hacer qué? ¿Dónde están las señales concretas que anuncian la existencia de un proyecto reformista en la Casa Rosada? Aun sus voceros que presumen tener la vista de un lince han sido incapaces de balbucear siquiera los rudimentos de esa agenda de reformas: su máxima hazaña en este terreno fue denunciar que si CFK fracasa en sus empeños reformistas vendría la derecha. Argumento débil porque, en el terreno estricto de lo económico, la derecha ya vino, hace rato, y ni este gobierno ni el anterior dieron la menor muestra de incomodidad ante su llegada. ¿Cuáles fueron las decisiones adoptadas para desmontar la funesta herencia de los noventa? ¿Qué iniciativas se tomaron para recuperar el patrimonio nacional rematado a precio vil, para reconstruir el Estado y para sentar las bases de un modelo económico alternativo? ¿Qué se hizo para liquidar la Ley de Entidades Financieras de Martínez de Hoz o el régimen petrolero instaurado por el menemismo y bendecido por la Constitución de 1994, de la cual tanto el anterior presidente como su sucesora fueron sus redactores? ¿Qué se hizo para impedir y revertir la feroz extranjerización de la economía argentina, propia de una república bananera de comienzos del siglo veinte?

Calificar de burgués a un gobierno que pese a sus encendidos discursos continúa amparando y realimentando el modelo neoliberal constituye la estricta aplicación de un criterio científico de análisis social. Por eso decía Grüner con razón que no estamos ante una batalla entre dos “modelos de país”, porque el modelo del Gobierno no es sustancialmente distinto al del “campo”. Esto puede disgustarle a Toer, pero la realidad no se evapora porque sea molesta para algunos. Caracterizar al gobierno actual, en cambio, como la encarnación de un proyecto “nacional y popular” no es otra cosa que la proyección de un deseo largamente acariciado por el progresismo, una peligrosa confusión entre deseo y realidad. Esto puede tener un efecto terapéutico catártico, pero al precio de caer en una trampa en donde el fantasma de una derecha “que se puede venir” impide visualizar la derecha que ya está, y que no es amenazada por el Gobierno. Toer debería reflexionar sobre las razones por las que si el pueblo está desorganizado y desmovilizado el Gobierno no hace nada para organizarlo y movilizarlo. ¿O tal vez creerá que el renacimiento del PJ, bajo el liderazgo de Néstor Kirchner, podrá obrar ese milagro? Toer cree, en su autoengaño, que el pueblo no se organiza por el inmenso poder que concentra esa “pléyade de eternos candidatos a ‘directores técnicos’ que se la pasan diciendo lo que habría que hacer y nunca ganaron un partido con un club de barrio”. Personajes bien raros éstos, que malgastan el inmenso poder que Toer les atribuye para mantener desorganizado al campo popular en vez de acelerar su organización y así conquistar el poder. Pero, ¿qué decir del papel de la multitud de resignados “posibilistas” y oportunistas que optaron por convertirse en directores técnicos o asesores de sucesivos gobiernos que perpetuaron un modelo económico insanablemente injusto, opresivo y predatorio?

* Director PLED, Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales.

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