EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Susana Yappert *
El conflicto entre campo y Gobierno lleva casi cien días. Intereses sectoriales pujan por modificar las políticas impuestas por un gobierno elegido por voluntad popular. Lamentablemente, es necesario recordarlo.
El Gobierno ha dado muestras de ceder ante las presiones desestabilizadoras de su gestión y ha justificado una y otra vez las retenciones. Que no son un invento argentino. Las aplican varios países latinoamericanos, para no irnos a sociedades más lejanas. Pero el campo va por más. Va por todo. Como siempre lo ha hecho en la Argentina. Quizá la diferencia crucial del presente con el pasado sea que ahora no tienen militares para dar el golpe, ni un partido conservador como antaño.
Pese a ello, mantienen intacta su fuerza y su “mística”. Sin duda la actual coyuntura nacional les ha otorgado una oportunidad. Manejan el malestar de muchos, ya que han logrado, asesores de imagen mediante, poner en frente de las demandas del sector a todo el espectro ideológico con cuatro hombres que representan muy bien su rol de “patrones de estancia”. Estos cuatro hombres tan distintos y distantes han sido catalizadores de descontento y malestares sociales. Sería hasta saludable que quienes cortan las rutas hoy se atrevan a un juego político mañana, que elijan el camino de las urnas y no el de las botas y el de la ilegalidad, como lo hicieron históricamente. Cortar la ruta es un delito. Pero que lo sea para piqueteros, ruralistas, entrerrianos en contra de las pasteras, descamisados y oligarcas. Cortar las rutas es un delito, no así que cada ciudadano tenga derecho a protestar, como lo garantiza la Carta Magna. No se trata de ser kirchnerista o antikirchnerista; peronista o antiperonista. Se trata de ser respetuosos del orden constitucional. Y esto corre para todos, para los que salen a cortar rutas o para los que, desde un gobierno, actúan comprometiendo el futuro de una sociedad determinada.
Al margen de las conductas misóginas a las que se ha tenido que enfrentar continuamente Cristina Fernández (como le ha sucedido a Michelle Bachelet, no nos sorprendamos), misoginia que en gran medida reproducen otras mujeres que no la creen capaz de gobernar, la juzgan frívolamente o la acusan de ser apenas una emisaria de Néstor Kirchner; una gran porción de la sociedad argentina trasluce en este conflicto inmadurez, desprecio por la ley y una profunda mezquindad.
Los mismos personajes que aplaudieron a Galtieri el 2 de abril, lo defenestraron dos meses más tarde; los mismos que salieron a la plaza de Semana Santa, empujaron a Alfonsín a un abismo sin retorno, los mismos que votaron a Menem, votaron a De la Rúa, fueron a la plaza de Neustadt, a la de Blumberg, a Rosario pero nunca se los vio caminar en círculos en Plaza de Mayo, ni llenar una plaza (ni cortaron una ruta... ejem) en defensa de los derechos humanos; ni de nuestros recursos naturales, ni protestar por los abusos a los que nos hemos visto sometidos como país de parte de otras potencias. Una gran porción de la sociedad argentina –acrítica y sólo movida por odios ancestrales e irracionales– colabora a agigantar un conflicto sectorial. Una gran porción adopta eslóganes rancios como aquel que reza “todos somos el campo” y virgencitas de Luján y escarapelas en los actos, reciclando sociedades del pasado que no han traído más que desigualdad a la Nación.
Cuando el gobierno de Carlos Menem y Domingo Cavallo, otro matrimonio presidencial, terminó de destruir el aparato productivo nacional (tarea iniciada por los gobiernos militares que la Sociedad Rural indefectiblemente apoyó siempre) y se deshizo de los recursos estratégicos de la Argentina, no hubo la misma euforia por defender el país como en el presente. ¿Por qué lo que era del conjunto de la sociedad no se defendió con la misma energía que hoy se defiende lo que es de una minoría?
Es extraña la historia argentina. Como me dediqué a estudiar los procesos de la comunicación humana me inclino a pensar que el presente puede ser leído como un triunfo en la comunicación de un sector de nuestra sociedad, el que siempre ganó, que siempre gana. Al que es difícil contrarrestar, en términos mediáticos con todo lo que ello implica. Pero hay actores que se pierden en la multitud. Se extravían. Políticos de izquierda que se mezclan en la mesa de la Sociedad Rural; mujeres que van a la quinta de Olivos a criticar al mejor estilo de peluquería a la Presidenta con pancartas que dicen “abajo las extensiones, que se vaya” o “Kris: No te vayas con Chávez, andáte con-chuda”; y los millones de siempre, que prefieren ponerse donde brilla el sol.
¿Dónde están ecologistas que denunciaban los errores de sojizar una nación? ¿Los que denuncian la tala irresponsable de bosques con el exterminio de pueblos y etnias? ¿Dónde están los caritativos que cada junio reclaman dar más a los que tienen menos?
No me sumo a un reclamo sectorial, a defender el bolsillo de esos pocos que –además– tienen sobrados recursos para defenderse solos y que han demostrado un oportunismo pocas veces visto, usando eso que se les dio por llamar “bases”, en su beneficio. Me sumo a defender los derechos de la mayoría, que se expresa periódicamente en las urnas.
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