EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
Hace ya varios años, la broma se volvió usual entre los periodistas dedicados al rock: imaginar nuevos covers en la voz de Mercedes Sosa, a cual más delirante. Suponer cómo sonaría “Uno, dos, ultraviolento” de Los Violadores o “Resaca” de Fito Páez, o “Destrucción” de V8. Pero no eran chistes crueles, no se buscaba ridiculizar la figura de la folklorista. Aun un gremio tan irreverente como el de la guitarra eléctrica hacía esos chistes desde un lugar de respeto. La Negra se ganó ese respeto porque la fuerza de sus convicciones la llevó a desactivar un prejuicio que parecía indestructible, la barrera infranqueable que el folklore establecía con los nuevos representantes de lo popular. Antes de Mercedes, el sindicato del bombo legüero consideraba al rock como un enemigo extranjerizante, que sostenía principios estéticos y artísticos que menoscaban la identidad nacional. Había muy pocos ejemplos de acercamiento. Mercedes, que supo de persecuciones, prefirió extender su mano, reconocerle a esa otra música un valor y un poder de enseñanza. Y con ello cambió la historia.
El efecto fue, además, recíproco. Si para músicos como Horacio Guarany o Alfredo Abalos el rock era poco menos que el demonio, para los pelilargos el folklore era una expresión apolillada y cabezadura. Mercedes hizo que ambos terrenos artísticos dejaran de estar separados por alambre de púas, demostró que un escenario no tiene por qué ser lugar de contiendas, que podía ser ambiente de encuentro, comunión y comprensión para estilos musicales que muchos querían obligar a seguir siendo agua y aceite. Se fundió en un abrazo sincero con Charly, con Fito, con León; su voz maravillosa le dio otro color y otro significado a la lírica del rock, al que quiso reconocer como otra forma de folklore.
Con ese mero hecho, realizado no por cálculo sino por simple amor, Mercedes Sosa convirtió la música popular argentina en un campo mucho más fértil. Desde entonces, nadie cometió la torpeza de acusar a Gieco de vestir dos camisetas, a ningún rockero se le ocurrió mirar torcido a Divididos por el chacareggae de La era de la boludez, que el mismo Iorio de V8 expresara su admiración por Larralde no fue interpretado como esquizofrenia grave, a nadie le asombra hoy la existencia de grupos como Arbolito, Tremor o Doña María. Generosa y apasionada, La Negra supo tender un puente mucho más sólido que las desconfianzas del pasado. Será por eso que el luto de hoy no reconoce fronteras.
En esta edición de Página/12, todos –los que escriben, los que fotografían, los que hablan, los que acompañan– intentamos un imposible, el de hacer justicia a la memoria de una cantora mayúscula, la voz que supo tender un puente sencillamente universal.
Los artistas se van, eso no tiene remedio. Pero el arte se queda a vivir para siempre.
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