EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Jorge Coscia *
Es curioso este viaje que acaba de emprender La Negra Sosa. Porque acaba de soltar sus amarras y, sin embargo, sigue aquí con su gente, atada irremediablemente a nuestra vida. Ni ella acaba de irse ni nosotros dejamos que consume su partida. Permanece callada, quieta como la tierra que nos nutre y contiene. De eso se trata, pues; de una presencia que supera al tiempo.
Es que la esencia del arte de Mercedes no residía en su voz, aunque su voz fuese tan portentosa como única. El signo que verdaderamente la distinguía era esa marca ancestral que la hacía hija del más arcaico horizonte americano. Los antiguos dioses andinos aureolaban su cabeza, dotándola de un poder hermético, mineral. La Pachamama encarnaba en ella con la naturalidad con que el sol sucede a la luna y la luna al sol; era de ese silencio milenario y ritual que brotaba su voz: como una flecha dirigida al cielo, como un trino sutil o como un trueno temblando entre los cerros.
Y si ese origen mítico alumbra su inmenso arte de cantora, su voluntad de mujer comprometida con el pueblo y con la época que le tocaran en suerte nos aclara otras facetas igualmente relevantes de su vida: su denuncia de la injusticia y su repudio a la entrega del país le valdrían la prohibición y el exilio durante la dictadura genocida que hundiera a la Nación en un mar de sangre.
Tanto las virtudes innatas como las adquiridas a través de la más dura experiencia llevarían a La Negra a convertirse en lo que fue durante todos estos años y en lo que continuará siendo para siempre: un símbolo vibrante de la Argentina más profunda y raigal, una conciencia viva del ámbito aun inacabado de la Patria Grande, una intérprete que transformaba las músicas que le entregaban hasta el punto de fundirlas y recrearlas en una dimensión intemporal y mágica, ascendentes como el vuelo de un cóndor, anónimas como un canto abandonado al viento.
* Secretario de Cultura de la Nación.
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