EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
Cuando la discusión política es gobiernocéntrica, todo es posible. Hasta que derechistas confesos apoyen a comisiones internas de izquierda, sin cuestionar los abusos patronales que éstas enfrentan. El conflicto de Kraft Foods es, en ese sentido, un ejemplo notable. Su génesis fueron tropelías de la empresa, violando las leyes y avasallando los derechos de los delegados gremiales. La narrativa dominante equiparó esa querella de poder, que las corporaciones hicieron un caso piloto, a un producto de la crisis económica.
El devenir del conflicto, con vicisitudes e intransigencias, demostró un razonable desempeño de los poderes del Estado. La Justicia laboral desbarató las tropelías patronales, ordenando el reintegro de los delegados. Los abogados y los gerentes de Kraft Foods especulaban con tenerlos afuera cuando vencieran sus mandatos para limitar su accionar. Ese objetivo fue desbaratado, como debía ser.
La intervención del Ministerio de Trabajo consiguió que se sostuviera una mesa de negociación y que la empresa revisara buena parte de los despidos y las suspensiones. En el acta firmada el viernes se acordó que no habrá cambios de horarios o supresión de turnos, lo que (según las representaciones de los trabajadores) era un objetivo de Kraft Foods al detonar el conflicto.
Las disidencias entre delegados de distintas pertenencias políticas (que hizo que hubiera firmantes y críticos que rechazaron el acta de acuerdo), la dejadez de la conducción nacional del sindicato para involucrarse en el conflicto son referencias acerca de la fatiga de un modelo sindical que alguna vez habrá que debatir y revisar a fondo.
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