EL PAíS
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El otro lado del silencio
› Por Sandra Russo
Ay, qué cerca. Acá nomás, enfrente. Parece que ahora de Uruguay no solamente nos separa el Río de la Plata. Esta media sanción de la ley que despenaliza el aborto en cualquier caso, no sólo cuando la mujer es idiota o incapaz, cuando ha sido violada o cuando corre riesgo su vida (las situaciones de rigor tan extremo que hasta han hecho posible que en la Argentina haya quienes insinuaran que en ellas, tal vez, acaso, por ahí, no sé, quién sabe, habría que despenalizar la interrupción del embarazo) nos ubica mucho más lejos, en otro siglo, en otra dimensión.
Estamos muy lejos de Uruguay, pero no solamente porque a partir de ayer hay muchas posibilidades de que esa iniciativa de convierta en ley. Pienso: ¿Qué más implica que en un país suceda lo que ocurrió ayer en Uruguay?
En primer lugar, que la “libertad de conciencia” de los legisladores puede no significar absolutamente nada, como aquí, o mucho, como allá. Si en la Argentina un partido gobernante o un partido de oposición se declara formalmente en contra de un proyecto de ley, todos sabemos que veremos en la sesión televisada cómo los diputados y los senadores hablan por celular, toman café o rosquean, pero las votaciones, en esos casos, tienen tanto suspenso como un final de telenovela: ¿Qué otra cosa esperar que un casamiento? Parece que allá no: parece que la libertad de conciencia puede llevar a alguien a estar en desacuerdo con su propio partido, y a actuar en consecuencia. ¿No es increíble?
En segundo lugar, para que en Uruguay se llegara a esta instancia, hubo gente que pensó en el aborto, que habló públicamente sobre el aborto, que no fue apedreada por la calle ni escupida en los vestuarios del club por sostener que una mujer que enfrenta un embarazo no deseado tiene el derecho –o mejor dicho: no tiene más remedio– que enfrentarse paralelamente a la fuerza monstruosa de ese deseo ausente. Cualquier mujer que ha pasado por eso sabe que es horroroso. Cualquier mujer que ha decidido, en la clandestinidad, averiguar qué clínica, qué médico, qué tarifa, qué día, acompañada por quién, interrumpir un embarazo, sabe que indefectiblemente ése será uno de los peores días de su vida, que quedará marcado a fuego en el almanaque personal de sus desgracias.
Pero hay otras, y son miles, millones, que ni siquiera tienen la posibilidad de archivar ese aborto en la lista de los duelos que no se pueden comentar con nadie. Hay miles, millones, que abortan y mueren. Porque para ellas no hay clínicas sórdidas ni médicos viscosos ni enfermeras impersonales que les dirán “desvestite, gordita, y firmame acá”, el papelito en el que indefectiblemente constará que el médico viscoso y la enfermera impersonal se desentienden de cualquier “complicación”. Para ellas, las pobres, no habrá clínicas ni médicos ni enfermeras, sino complicaciones. Son las que ocupan, en la Argentina, la mayoría de las camas de obstetricia de los hospitales, por complicaciones derivadas de abortos clandestinos: infecciones generalizadas que las dejan estériles o las matan.
Acá se esconde todo. Debajo de la alfombra cabe todo. El dolor, la impiedad, la hipocresía bestial de dos presidentes consecutivos, Menem y De la Rúa, que pretendieron celebrar el Día del Niño no Nacido mientras sus políticas tallaban los ataúdes de los que ya nacieron.
De Uruguay ahora nos separa muchísimo más que el Río de la Plata, donde, dicho sea de paso, la santa madre Iglesia sabía que en los ‘70 se tiraban decenas de cadáveres, pero de eso no hablaba. Porque acá no se habla. Acá nadie quiere irritar a nadie. Acá nunca es el momento indicado para hablar del aborto. Acá el que habla de aborto es petardista, imprudente, inoportuno. Acá la sensatez equivale a acatar el dogma de unos cuantoscomo si fuera una ley natural que deben acatar todos. Qué distancia feroz nos separa ahora de ese país que está del otro lado del río: Uruguay ahora también está del otro lado de la cobardía, y está del otro lado del silencio.
Nota madre
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