EL PAíS
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Aquel extraño día con El Inmortal
› Por Diego Schurman
Lorenzo Miguel ni esperó que me sentara.
–Acá estoy, sigo vivo. ¿O usted cree que me voy a morir? Yo soy inmortal.
A pesar de los gigantes anteojos oscuros percibí la mirada torva. Una vez más se hablaba de su delicada salud. Pero ni él ni los que estaban bajo su férula se habían ocupado de aclarar nada.
Mi presencia en su despacho no era fortuita. Había tramitado un encuentro a lo largo de dos años.
A Miguel –nadie le decía Loro ni Tordo delante de extraños– no le gustaban los periodistas. Era desconfiado, conspirativo, reticente.
Un sindicalista logró el milagro del encuentro.
–Tenés que ir a la UOM. Preguntás por él. Das mi apellido y esperás. No digas nada más –me apuntó como si fuera una de esas viejas películas de gangsters.
Así fue. Llegué a la calle Alsina, mencioné la palabra clave, y, extrañamente, me indicaron en qué lugar del hall debía esperar. Pasaron varios minutos hasta que un muchachote, a los que uno nunca quisiera tener en la vereda de enfrente, me invitó al ascensor con un ademán.
Fue un viaje infinito de nueve pisos. El tipo, hosco, devolvía mis frases con un leve movimiento de cuello y sin levantar la mirada del piso. Desistí de hablar. Atravesé como seis puertas y me vino a la mente la apertura del “Súper Agente 86”, esa inolvidable serie de Mel Brooks. Lo dije en voz alta para relajar. Pero mi “tutor” y la media docena de culatas que cruzamos estuvieron huérfanos de humor.
Finalmente llegué al bunker. Activado con un portero eléctrico, se abrió el último obstáculo. Decían que la UOM se había aggiornado –incluso supe que contrató seguridad privada– pero con una sola mirada entendí que Miguel seguía siendo “modelo 45”, como a él le gustaba definirse cuando la atacaban por demodée. No sólo por estar chapado a la antigua –lucía esas camisas disco de cuello generoso– y por el sobrio decorado del habitáculo, con muebles de todo tipo menos modernos. También por esa añeja fantasía de perpetuidad, de intocable, que derrochaba el dueño de casa.
Todavía se veía como aquel hombre poderoso, jefe indiscutido de la patria metalúrgica, pese a que la realidad ya le había extendido un certificado de defunción.
–¿Schurman? Es ruso como Gdansky, ¿no? –me cruzó en seco, con tufillo nazi, sin dejar de relojear el monitor.
Se refería a Carlos Gdansky, un dirigente metalúrgico también de origen judío. Pero su preocupación estaba en la pantalla, bien acomodada a la derecha de su escritorio, que reflejaba los movimientos del hall de entrada. Ahí entendí por qué me habían ordenado pararme en un lugar preciso cuando ingresé a la UOM y también comprendí por qué quien me trasladó al ascensor no dudó en llamarme sin temor a equivocarse con otra persona.
Parecía, ante tanto recaudo, que el asesinato de Vandor, su predecesor, había ocurrido apenas unas horas antes. Pregunté por qué tanta prevención en plena década del ‘90. Miguel volvió a cortarme:
–¿Qué otra pregunta quiere hacerme?
Repitió exactamente las mismas palabras cuando mencioné el caso Dubchak, un ex custodio suyo asesinado y supuestamente quemado en los hornos de la vieja sede metalúrgica.
Por el talante de Segundo Córdoba, uno de los cuatro presentes en la charla, iba entendiendo de qué se podía hablar y de qué no. Cada vez que buscaba avanzar con los “misterios”, el abogado de la UOM fruncía el ceño. –No está grabando ¿no? –se inquietó intentando cerciorarse de lo que por lo menos cuatro personas ya habían hecho antes.
Aun así, jamás reveló durante la hora de conversación si la casa de la calle Pumacahua era su morada. Tampoco sobre su amigo y supuesto testaferro Julio Raele, o sus extravagantes viajes a Italia, y no sólo a la mansión que su amigo fascista Argalia Polese tiene en Anzio. Mucho menos de su estrecho vínculo con el masserismo. Un cacique no tiene que dar explicaciones.
Otra cosa era vanagloriarse de las conquistas sociales. Su fama de tipo de escasa competencia cultural no le impidió hablar con lujo de detalles de la política industrial. O de las obras de Menem, a quien todo el tiempo lo mencionaba como “Carlitos”, pese a que no se había olvidado de tildarlo de llorón cuando compartieron el encierro en el buque 33 Orientales.
Pero el taciturno Miguel se convirtió en buda a la hora de defenderse de las acusaciones por “marcar” a los delegados de izquierda y sus negociados con los empresarios del sector y también con el poder, imprescindibles para recibir esos jugosos subsidios para el gremio y su quebrada obra social.
Sus sorprendentes visitas a Fidel Castro y a la carpa docente no lograron torcer un ápice su fama.
–Mire, Schurman, tengo una reunión –apuró el final, remarcando mi apellido. Le molestaba ya no sólo mi origen sino mi presencia. Me acordé de su paso por el boxeo, pero sobre todo la ristra de culatas que adornaron el camino hacia el despacho. No dudé. Me levanté del asiento. El milagro de sentarme frente a un emblema sindical que rara vez se sometía al diálogo con un periodista ya lo había logrado..
–¿Se va? –me dijo, recostándose en el respaldo, como si no hubiera ordenado eso apenas unos segundos antes.
No tenía la voz de Al Capone ni el porte de Jimmy Hoffa. Aunque esos nombres están tan presentes en su entorno como la simbología y el folklore peronista.
–Bueno, entonces se puede decir que está bien de salud ¿no? –me despedí, formal, abordando un tema que al llegar me dejó en claro que le interesaba.
Se paró, me extendió la mano, y me saludó sonriendo:
–Ya le dije, soy inmortal.
Nota madre
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