EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Horacio González *
Todos los pueblos han forjado un personaje picaresco, aprovechador y simpáticamente precario. Contrafigura del arquetipo culto, ese personaje venía de abajo, revestía forma popular y áspera sabiduría. Nos aliviaba del peso de la ley y de la solemnidad vacía. El viejo Vizcacha sirve de ejemplo mayor. Pero con los barrabravas omnipresentes, quizá se ha agotado el ciclo del pícaro argentino, que también era un ser doliente. ¿Qué comienza? ¿La era de personajes desprendidos del pueblo, de él surgidos, piedra en mano, cascoteando bolivianos, castigando paraguayos?
Todavía no tenemos nombre para ellos, por si estuvieran lamentablemente destinados a convertirse en representativos de una época, de un modo de ser. Es que no son señoritos, de aquellos que reclutaba Manuel Carlés, ni engominados tacuaristas, antes que a este grupo lo devorase también la espiral revolucionaria que provenía de antiguos textos nacionales. Son una parte ejecutora de algo que hay que desentrañar mejor. Escuchémoslos. Mientras embisten, hablan una reconocible lengua popular que hemos inventado entre todos.
Violentos de pacotilla, apretadores de morondanga, enjambre de voces por la radio, ensordecedor tejido de imprecaciones, son las milicias de estación. Corren airadamente frente a las cámaras, saben que la televisión tiene ese casillero a ser llenado. Torso desnudo, bermudas displicentes, barriguditos en sórdidas chancletas, se dan el lujo de ser fotografiados con pistolas de juguete, porque aunque no lo fueran, sólo por decirlo, este tiempo parece que se presenta como un juego. Pero cruel. Por fin llegó la hora de decirlo. ¿Habrá una suspensión cultural en la vida argentina regida por la cerrazón mental, el segregacionismo anidando en un lenguaje barrial, suburbano, como si hubiera una juglaresca racista para el piberío del barrio?
Escuchando a la señora de la casita de la esquina decir que si es así, entonces ella va a ocupar la Plaza Irlanda o el Parque Tres de Febrero, uno se siente un poco menos argentino. Viendo por televisión a esa chica de buen semblante, con anteojitos modernos y muy aplomada decir que ella se ve invadida, entonces uno se siente un poco menos argentino. En el trabajo, sube alguien al ascensor que hace saber que está harto de esos bolitas, parásitos, mientras que él... Y allí somos menos argentinos. Viajando en taxi, que es subirse a una embarazosa radio prendida, uno escucha que esa mamá vive a veinte dificultosas cuadras del subte, compró la casa con el esfuerzo de años y no puede tolerar a los recién llegados que lo quieren todo de arriba. Y entonces uno se siente también un poco menos argentino. Esa muchedumbre de voces, móviles y movileras, pueden mover los secretos profundos de una sociedad aturdida.
Digo “menos argentino” no porque sepamos qué cosa significaría serlo en un sentido completo, en un para siempre jamás. De alguna manera siempre se es “menos” respecto de algo que suponemos ser, porque lo que resta sin definir es la utopía sobre la cual siempre discutimos. Pero ahora toda una sociedad corre el riesgo de rellenar sin utopía posible ese segmento faltante –que es lo que nos hace libres– con un “discurso argentino”. Que está equivocado, y que algo o que mucho nos sustrae. Por fin se habría hallado el complemento, un sordo desdén hacia otros pueblos que habitan entre nosotros, que a veces se torna grito o disparo fatal de una oscura lucha armada. Y casi siempre, a través de un uso degradado del lenguaje nacional. Habla una mujer boliviana, ocupante de tierras. Voz nítida, gran empleo de términos inhabituales, serenidad en la expresión, conciencia de derechos, lo que casi siempre da una lengua rica y suave. Castellano atesorado en el ánfora de los pueblos. Habla un “vecino”. Voz tosca, amenazante, airada, vocablos tarambanas, el habla del jactancioso que al perder el control de sí, nos devuelve el espejo de nuestra propia lengua argentina corroída.
Tangos famosos hablaron de otra forma del tema. El “malevaje extrañao” era una convocatoria a dispensarnos mutuas disculpas porque disfrazábamos cierta ternura con una duelística de caballeros de los suburbios. Borges encumbró estos personajes y los hizo comentaristas eximios de un destino nacional. En sucesivas mutaciones que capítulos lúgubres de la historia argentina explican muy bien, el matasiete se hizo orillero, el orillero malevo, el malevo patovica, el patovica guardaespalda, el guardaespalda runfla, el runfla patotero, el patotero matón, el matón barrabrava, el barrabrava racista y el racista busca el centro del alma nacional para consumarla. Para estancar la Argentina.
Digo Argentina y se presenta de inmediato el inconveniente. Nunca vamos a cumplirla del todo porque es suma de pueblos en movimiento. Son pueblos nuevos, interrogados por pueblos originarios, pueblos originarios interrogados por el pueblo-nación. Y además: pueblos orientales de las primeras inmigraciones; pueblos orientales de las inmigraciones recientes; pueblos altiplanos; pueblos de los grandes ríos mesopotámicos hacia arriba (que dan nombres a países, provincias, ciudades y estados: Paraná, Paraguay, Uruguay); son pueblos que se mueven –porque siempre lo hicieron– en esta traslación de hombres y signos que es la nación argentina. Nunca llena, nunca terminada. Y está el pueblo-mundo: el gran concepto de Alberdi, que a pesar de tener una visión sesgada del dilema nacional del incesante fluir del pueblo, concibió claramente el hecho de que llevaba el nombre de Argentina una porción en movimiento de la humanidad renovada. No se puede perder eso justo ahora.
Preclaros escritos argentinos hablaron del pueblo del himno. Sabemos de qué se trata. Siempre hay un momento colectivo, generalmente ritual, ceremonioso o eufórico, donde se genera la gran ilusión comunitaria. Un acto escolar (la infancia), un gol de la Selección (la adolescencia), los discursos que ciertamente gustamos escuchar sobre historias compartidas (la madurez utópica). Pero ese ensalmo una vez concluido se dispersa en múltiples sentidos, cada uno de los cuales está obligado a reinterpretar los momentos de efusión compartida con una totalidad donde también subyace lo que no nos gusta. Siempre estamos llegando a algo nuevo en materia de lo popular, cargando el texto común y sabiendo que se abrirá inexorablemente hacia intereses particulares, clasistas o liberadores, que deberán desentrañar ese minuto de comunión, que en el plano litúrgico quizá tuvimos con los enemigos de toda emancipación.
En el reciente conflicto con los conglomerados agrarios, de ellos y sus batallones de publicistas emanaba la hipótesis de que había un pueblo digno, desinteresado y patriótico que llenaba la avenida Figueroa Alcorta sin choripán ni conchabos. Del otro lado, había un pueblo que se movía sin conciencia transparente, sin ideales ni buen aliento, sumergido en las vituallas que repartía el chofer del ómnibus que los depositaba en la plaza. Gran diferendo en el que había que demostrar que el “pueblo digno” era sostenido por un esqueleto permanente de envilecidos intereses de clase y el “pueblo oscuro” hacía latir en su seno, como siempre, con los matices que brinda la historia nacional, un impulso de emancipación. La discusión no ha cambiado mucho, pero se ha desplazado. El pueblo diáfano podía albergar en su conciencia una espoleta racista, que ahora, en el terreno, representarían los otros. “Vecinos” desgajados del “pueblo oscuro” enviados a la lucha tacaña, mandados ellos sí a la turbia epopeya racista, que comienza por ser un acto del lenguaje común hablado. El pueblo llano, de himnos y tablones, de marchas y tamboril, por eso debe acentuar ya mismo, en su corazón social, el síntoma igualitario que libere de servidumbres involuntarias y sepa criticar el armazón de una Argentina que nos ronda con su alianza entre señoritismo y racismo.
La Argentina debe rehacer su conciencia colectiva por medio de una gesta política y cultural tan poderosa como la que imaginaron sus principales pedagogos, a la que ahora hay que agregarle la crítica efectiva al pliegue racista que ha emergido. Esto afecta la noción misma de “pueblo argentino”. No es que no haya muchas maneras de serlo y reconocerse en él, que en el pasado han combinado las formas de la razón ilustrada y de la razón populista. Pero hoy se lucha –y el cuerpo electoral del país, en definitiva votará por esas disyuntivas–, por la ampliación de su respiración social, su reconstrucción como fuerza de cambio y cambiante, su capacidad de no ser un lenguaje clausurado y pensarse como lo que siempre fue, pueblo en tránsito, sin contornos ya trazados ni lenguajes de desprecio y miedo. Nada de esto es diferente de inventar nuevos proyectos habitacionales urbanos y suburbanos, imaginativas líneas de financiamiento popular, repensar las tierras, generar nuevas ciudades, recomponer los ferrocarriles que obligan a viajes indignos, convocar constructores, arquitectos e ingenieros con la filosofía del pueblo-mundo, reformar las policías de todo el país, proyectar en todos los cordones del conurbano una nueva imaginación ciudadana, replantear las megalópolis, recrear la lengua de los medios de comunicación y rescatarnos a nosotros mismos de lo que nos hace ser menos argentinos, sabiendo que lo que falta es lo que siempre faltará, pues todo pueblo es pueblo incompleto que se mueve para que los otros lo completen.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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