EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
Todos conocemos el rostro de José Luis Cabezas. Todos sabemos que el hijo de Juan Carlos Blumberg se llamaba Axel, también recordamos su cara. Los recordatorios que publica Página/12 desde su fundación conjugan la foto y el nombre de los desaparecidos. Cualquier lector atento sabe que la chica inglesa desaparecida en Portugal se llamaba Madeleine. Difundir la imagen de las víctimas, mencionarlas por sus nombres es un recaudo para rescatarlas de la violencia que padecieron, para suscitar empatía con la opinión pública, para subrayar su condición humana, similar a la de las personas que siguen el caso.
Quienes frecuentan este diario saben, merced a las excelentes crónicas del colega Horacio Cecchi, que el ciudadano que falleció por la desaprensión del SAME se llamaba Humberto Ruiz y que lo apodaban Sapito. Que era gordo, que estaba enfermo desde hace años. Los habitués de otros medios no conocen, aún, su identidad.
Lamentable, porque Ruiz era un ciudadano como todos con idénticos derechos, incluidos el de la propia identidad. Ruiz fue desamparado, en flagrante incumplimiento de las leyes y el juramento hipocrático, aunque el SAME contaba con el apoyo de un móvil policial para entrar a la villa.
Cada cual jerarquiza la información como quiere y edita en consecuencia. Los criterios tributan a varios factores, la ideología entre ellos.
El día de la muerte evitable y el piquete, la versión on line de los medios dominantes consagró absoluta hegemonía al “caos” de tránsito.
Sus “encuestas” sondeaban reacciones sobre la validez de la protesta aunque escondían con minucia su causa.
Al día siguiente, jueves, la edición impresa de Clarín puso en la tapa lo sucedido, sin aludir, tan siquiera, a su detonante. En un recuadro de diez líneas de la página 41 se retocaba, apenas, la sustracción. Se contaba que “un hombre” había muerto. Ruiz no sólo fue considerado indigno de cobertura médica por el gobierno porteño, también de identificación por el medio más poderoso de la Argentina.
El viernes, Ruiz seguía innombrado, se lo aludía como “el hombre”.
El episodio, con todas las diferencias atendibles entre ambos casos, evocó al cronista lo que pasó en junio de 2004 cuando un grupo de militantes encabezados por Luis D’Elía tomó una comisaría en el barrio de La Boca. Reclamaban porque uno de sus compañeros, Miguel “El Oso” Cisneros, había sido asesinado y la Federal no buscaba al evidente autor material, un buchón de la policía. La movilización resultó fructuosa, el homicida fue detenido, luego juzgado y condenado. Sin embargo toda la cobertura de esos días y de años posteriores se obsesionó con la medida de acción directa que, a la luz de los acontecimientos, fue lógica y eficaz. El diario La Nación dedicó su tapa a la ocupación de la comisaría, reseñó la existencia del asesinato, pero no juzgó pertinente consignar el nombre de la víctima.
Hay víctimas y víctimas, concluirá quien lee estas líneas. Algunas, por su tez, condición social o ambas, reciben un tratamiento subalterno, lindante con el desprecio. No son parte de “la gente”, ese colectivo tan capcioso como impreciso que pretende describir la unanimidad social cuando en verdad interpela y describe sólo al target del medio. A “la gente” la fastidian los embotellamientos, aunque seguramente están más habituados que los vocingleros cronistas que los cubren. Para “la gente”, ciertas víctimas son exóticas a su interés. Sus derechos no les incumben, para qué referirles cómo se llamaban.
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