EL PAíS • SUBNOTA
› Por Karina Micheletto
Un exabrupto. Palabras inconvenientes. Inoportunas. Políticamente incorrectas. Una barbaridad. Una mayoría de reacciones a la contratapa que publicó el martes en este diario Fito Páez enfilaron en esa dirección. El lo sabía cuando la mandó, firmada con su nombre y apellido, con la cara y el cuerpo y la figura puestos donde hay que ponerlos; no escondidos detrás de supuestas editoriales ecuánimes publicadas sin autor. Sabía que iba a tener un costo personal, que iba a provocar reacciones, enojos, condenas. Y nada de eso, se sabe, sirve para vender discos o para cortar entradas, eso de lo que vive Páez. No. Sabemos que los artistas son gente comprometida con su tiempo en tanto su voz corra mansamente paralela a ese tiempo, en tanto pueda acomodarse en algún nicho al que le quede cómoda. Así es como nos han acostumbrado a que deben comportarse los artistas.
Pero Fito eligió anteponer la necesidad a la conveniencia del decir, algo que es en sí un gesto artístico –y por tanto político– potente. “Ya sé, pero es lo que siento, y tengo que decirlo. Si me lo guardo, voy a sentir que estoy mintiendo”, dijo cuando conversamos sobre los posibles efectos del texto que acababa de escribir de un tirón, sin puntos y aparte en un principio, sin respiro. Un texto urgente: un grito. No fue una estrategia planeada con un diario oficialista, como ayer se dijo, entre tanta tontería. Fue un texto que un ciudadano que es público envió a una simple periodista, ni siquiera a los jefes del diario.
Lo que dice Fito Páez es lo que tantos ciudadanos de a pie decimos por estos días en nuestras charlas cotidianas. Nos sentimos con bronca, desilusionados, tristes, nos interpelamos. Pero parece que las cosas son distintas cuando alguien se atreve a gritarlas poniendo en juego su condición de figura pública. La carta de Fito Páez es fascista. No es fascista hacer echar a la gente de la calle a patadas por matones contratados a tal fin. La carta de Fito Páez provoca crispación. No provocan crispación hospitales en lenta agonía, un Borda sin gas, un Teatro San Martín que, literalmente, se cae a pedazos, un Colón que no arranca. La carta de Fito Páez divide. No divide proponer que los bonaerenses no deben cruzar a atenderse en los hospitales de la ciudad, que los inmigrantes no deben cruzar a quitarnos el trabajo. La carta de Fito Páez es bárbara. No es bárbaro nombrar a Abel Posse ministro de Educación. La carta de Fito Páez enoja. A mí me enoja que en el jardín público al que va mi hija cierren salas por falta de nombramientos docentes, en una ciudad con una alarmante carencia de vacantes en jardines maternales. Y me enoja más pensar que aun así soy una privilegiada, que en el sur de la ciudad la tienen tanto más jodida.
Fito Páez no escribió esas líneas desde el odio o la intolerancia, como ahora se alarman los que se proponen como vecinos biempensantes. Nadie que no ame profundamente esta ciudad, lo que representa, nadie que no confíe en su potencial hoy pisoteado, se toma el trabajo y el riesgo personal de salir a gritarle en solitario: Ey, qué te pasa Buenos Aires. La conexión con la puta ciudad a la que le cantó es inmediata. Lástima que aquello fue escrito en unos ’90 que pudo ser parte del pasado. La moral biempensante se horroriza porque Fito dice que siente asco. ¿Qué podemos sentir cuando vemos a Mauricio Macri festejando en el living de Susana: “No vamos a hablar de política, ¿no?”? ¿De qué podemos hablar? Le agradezco a Páez haber puesto en palabras urgentes lo que muchos hubiéramos querido decir: esta ciudad no ha votado en contra de nadie. Ha votado en contra de sí misma.
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