EL PAíS
• SUBNOTA › HORACIO GONZALEZ *
El Tío como encrucijada
Por una novedosa segunda vez –y comienzo en primera persona– la edad de un presidente es menor que la mía. Ya lo había notado con Rodríguez Saá, cuya camisa oníricamente transpirada en la CGT quiso revivir las mayólicas del “Estado arbitral”. Ahora con Kirchner, noto con sorpresa y una indefinible languidez, que soy de una edad levemente mayor a la de este nuevo presidente. ¿Generaciones políticas? El espíritu del ‘73 se componía de un núcleo duro que suponía, y lo diré rápidamente, el recurso a las armas insurgentes. Pero había una compleja cultura moderna, un “entramado” diríamos hoy, en la que con multicolorido sazonamiento, convivían Piero o Marilina Ross (“para el pueblo lo que es del pueblo”) con el Frente de Liberación Homosexual, donde no era raro ver repartir volantes “camporistas” al gran poeta Néstor Perlongher.
Por mi parte, recuerdo muy especialmente el discurso del Bebe Righi, joven ministro de Interior de Cámpora en el Patio de las Palmeras del Departamento de Policía, con toda la plana mayor sentadita, sus gorros sobre el regazo. “No ha cambiado la función de guardar el orden, pero ha cambiado la naturaleza del orden que hay que guardar.” No lo cito para hacerme el desafiante con recuerdos embarazosos. Rememoro un clima, trato de explorar un problema, de identificar un sentido escondido de las cosas.
En aquella época las instituciones, los conceptos y las costumbres eran solicitadas para un gran cambio cultural. Se las convocaba para revisar sus lazos con el viejo orden. Pero había un problema: eran disputadas al compás del verbo que señalaban esas otras armas, las del “subsuelo sublevado de la nación”. Convivían con el torrente social y eran parte de su leyenda. Pero la leyenda era más amplia y tumultuosa. ¿Quién dejaría de ver el atractivo de la sumaria, pero juglaresca cultura “jotapé”, el saludo en ve de los efebos, el fervor de los lectores de la novela Megafón o la guerra de Marechal, las dulces chicas movilizadas con ponchos facúndicos que perfectamente podían ser las descendientes de las chicas de Oliverio Girondo?
Aquellos tiempos desplegaban un florilegio de temas: juvenilia, latinoamericanismo, autonomismo social, populismo democrático, aires generacionales de crítica a los disciplinamientos represivos, economías de distribución igualitaria y remembranzas estetizadas del pasado nacional. Esos temas tienen un incitante poder de reaparición. En parte, son los aires que flotan como banderas episódicas o huérfanas desde 1983, ya sin el núcleo armado que buscaba animarlas con ceremonias inexorables. Liberadas así de aquel foco de partisanismo insurgente, esa cultura volátil y empecinada se proclamó emancipada para hacer su experiencia. Podemos dar el nombre de progresismo a esa veta inconmensurable que recorre la vida nacional con sus imperfecciones, rituales y apetencias. Prefiere desde hace mucho tiempo una búsqueda imprecisa antes que las acciones de aquellas míticas lanzas y trágicas tercerolas.
Pacato pero perseverante, el progresismo se presenta con ensayos tímidos –como conviene a la hora– para decir que hay un hilo que sigue titilando en la historia común. Y que todavía se aloja mutante en los bordes del peronismo así como se superpone con otros nombres y abalorios de la sociedad nacional. En estas negociaciones espirituales, hay recuerdos generacionales y edades que evocan edades. Son modestas insistencias que conocen ahora las encrucijadas a evitar.
* Sociólogo
Nota madre
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