EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Rapoport y María Cecilia Míguez*
Hace no más de un mes formamos parte de un grupo de argentinos que visitó, en viaje de turismo, las islas Malvinas. Era un destino que nos generaba importantes y especiales expectativas. Según nos dijeron al llegar, nos acompañaba un buen clima, es decir, sólo violentas ráfagas de viento en un mar medio embravecido, que nos hacía pensar que la lancha que nos llevaba desde el crucero, anclado bastante lejos, no estaba convencida de acercarse o alejarse de ese pequeño pueblo que hoy se dice llamar Stanley. Lo de “buen clima” –en esas condiciones– nos hizo suponer rápidamente en cuál sería el “malo”, imaginando que incluiría sin duda vientos intensos e insoportables, lluvias heladas y un mar que hacía temer el momento en que si lamentablemente cayéramos en él nos convertiríamos de inmediato en bloques de hielo. De esa imagen a la de la guerra había un pequeño paso. Representarse de inmediato a los soldados en el otoño helado de aquel territorio inhóspito o a los marineros del Crucero General Belgrano hundirse en esos indómitos mares fue un impulso inevitable.
La desolación del paisaje y de la historia se unían. Nuestra primera impresión, cuando por fin descendimos, sorteando algún que otro viejo barco encallado con el horrible color del óxido, contrastaba con la forma en que imaginamos a los kelpers recibiendo a los soldados de Su Majestad con cientos de banderitas británicas. Por supuesto, nada de esto ocurrió con nosotros. Ese pueblito de una sola avenida asfaltada, con dos rojas casillas telefónicas bien londinenses para hablar a un vecino, unas pocas y modestas casas con techos de aluminio o algún metal parecido, incluía un cartel de bienvenida que decía Falkland Islands, en el mismo lugar donde nuestro inconsciente colectivo hubiera querido leer islas Malvinas.
Los habitantes de las islas son aproximadamente 3000 (de los cuales 2700 viven en Stanley), y desde 1983 son oficialmente ciudadanos británicos. Es una población que prácticamente no ha crecido desde 1911, censo en el que se contaban 2392 isleños. Desde la costa se ve rápidamente el cementerio a orillas del mar, que está totalmente repleto, de modo que los propios habitantes no tienen asegurado ni siquiera su entierro allí.
El suelo está cubierto apenas por una raída vegetación, es completamente árido y algunos aún usan la turba vegetal para calentarse. El carácter colonial se evidencia enseguida. Simplemente con ver la espléndida casa del gobernador uno se da cuenta. En medio de ese austero paraje se destaca un brillante jardín inglés y, lo más significativo: dispone de cuatro erguidos árboles. Seguramente será una costosa hazaña plantarlos y mantenerlos, porque en Stanley no vimos ningún otro. Según nos dijeron, el gobernador, además de gozar de esa mansión, lleva una vida fácil: obedecer las órdenes de la corona y estar protegido por los 1500 soldados británicos que aún pueblan las islas. Son la garantía para mantener el poder geoestratégico de su metrópoli y una explotación económica de toda la cuenca pesquera de las aguas que las rodean, a la espera de encontrar también petróleo y poder extraerlo. La autoridad ejecutiva es nombrada por la reina y los ministerios de Defensa y Relaciones Exteriores británicos manejan esas cuestiones en la islas, que siguen siendo, por lo tanto, una posesión colonial.
Su economía se basa en la pesca y en la cría de ovejas. Hay una compañía monopólica que da empleo a gran parte de los habitantes, que por el estado de las islas no parece estar reinvirtiendo sus ganancias allí, y en cuanto a la ganadería para la producción de lana y carne, tanto en la isla Soledad como en la Gran Malvina, las estancias pertenecen a algunos pocos propietarios, terratenientes al estilo Martínez de Hoz, como corresponde a una economía dependiente y colonial. Casi setecientas mil ovejas y menos de tres mil habitantes. La vida es dura: la intérprete que nos guiaba tenía por lo menos tres trabajos: en la compañía de pesca, como maestra y en sus ratos libres como guía turística. Y nos dijo que así le pasaba a la mayoría de los habitantes.
En el centro de la ciudad hay un gran galpón con mercadería importada que hace de supermercado, las cervezas inglesas se hacen notar enseguida (son buenas, por cierto, pero si se toman algo tibias, típicas para un clima frío) y los productos necesarios, si se consiguen, se pagan sólo en libras locales a precios espantosamente caros. También hay un museo dedicado a la historia falseada de las islas y del imperio británico. Todo sus relatos justifican su dominio sobre las Malvinas. Se alimenta en los habitantes la “amenaza argentina”, y está plagado de remeras, tazas y recuerdos que dicen “Keep calm and keep The Falklands british”, ante el inminente referéndum.
Pero lo cierto es que sólo algunos chilenos se atreven a radicarse allí y aun así la población no crece desde hace años. Sucede que tienen un sistema escolar que llega sólo a la secundaria. Cuando los estudiantes se reciben obtienen generosas becas para estudiar en Australia, Nueva Zelanda o la desteñida rubia Albión. La mayoría no regresa. Habría que ver si a la larga la “sangre kelper” no terminará por desaparecer en esos parajes sino fuera por nuevas inmigraciones o por más soldados (lo que tampoco serviría si no se trae personal femenino o a mujeres presas como hicieron en Australia).
A alguna distancia del centro del pueblo, se puede llegar a los campos de batalla, donde todavía hay terrenos minados y pertrechos de guerra diseminados por el suelo. Incluso se puede ver una trinchera argentina, que quedó tal como estaba, precaria y heroica a la vez. La acompañan solamente el viento y la desolada estepa patagónica, unos erosionados montes rocosos utilizados para el enfrentamiento, y un poco más allá el famoso Monte Longdon, triste escenario de la derrota argentina. A unas dos horas de auto, bastante más alejado, está el cementerio argentino en Darwin. Pura tristeza si se agrega la desolación típica de la isla.
El nombre de kelpers les viene a sus habitantes como una manera de querer diferenciarse de sus ancestros británicos, pero también probablemente para que no los confundan con sus únicos vecinos, los pingüinos, cuyas siluetas dibujadas suelen adornar alguna casa, símbolo de cierto afecto. Otra cosa que nos llamó la atención a nuestro retorno es que un medio argentino levante como una de las principales quejas británicas de la guerra del ’82 el cambio de mano de las calles que hicieron los militares. Nadie va a defender barbaridades, pero posiblemente ese medio no sabe que hay una sola avenida principal bastante solitaria y las calles laterales están casi siempre vacías, cuando no son terreno privado. No hubiera sido difícil acostumbrarse a manejar con la mano cambiada aun si una derrota inglesa hubiera dejado abandonado algún suntuoso Rolls-Royce (en verdad no vimos ninguno).
Las islas permanecen casi tan desoladas como hace un siglo. Sus habitantes son hoy ciudadanos ingleses y, por lógica, tienen intereses que defender. Pero el argumento de la autodeterminación no sólo es erróneo, sino que esconde el dominio imperialista de Gran Bretaña, que explota recursos y ha ocupado posiciones geoestratégicas en el mundo por medio de la imposición de su supremacía como potencia mundial.
El reclamo por la soberanía de las islas Malvinas no sólo es una cuestión nacional, sino que también constituye una causa latinoamericana que convoca a muchos países del mundo. Sin embargo, aparte de la cuestión de los derechos legítimos, que poseemos ampliamente, a las Malvinas les pasa lo que a muchas colonias británicas en el pasado, su destino colonial se contrapone con cualquier posibilidad de desarrollo económico, político y social propio.
* Idehesi-Conicet-UBA.
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