Dom 13.10.2013

EL PAíS • SUBNOTA

Digresiones sobre salud pública

› Por Mario Wainfeld

Los partes diarios sobre la evolución de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner se reiteran y pierden su “cuarto de hora” mediático. Los propios medios que claman contra el secretismo los relegan a un lugar subalterno. La prensa impresa los desplaza de sus tapas, los canales de cable parten raudamente a sumergirse en el detalle escabroso de crímenes contra mujeres. La secuencia cotidiana combina el mensaje afectuoso y costumbrista del vocero presidencial, Alfredo Scoccimarro, con los informes médicos.

A riesgo de repetir lo dicho días atrás, vale insistir. El derecho del público a conocer el estado de salud de la mandataria no es absoluto, no los hay en nuestro sistema legal. Sus límites están dados por la necesidad de la información. Es pertinente si hay riesgo de acefalía, de gobierno ejercido por alguien incapacitado, de ocultamiento. Quizás (ver lo que se dice más abajo) en el supuesto de presentarse en pos de su reelección. Fuera de esos supuestos institucionales, la data sería sobreabundante. Puede divulgarse, si le parece a la protagonista. Puede ser invasiva, si excede el interés público.

La velocidad de los informes no resintió el andar del Gobierno. El Congreso funcionó normalmente. Se celebraron acuerdos económicos. Los mercados (mejor no preguntarse por qué) no corcovearon ni presionaron con fugas. La vida cotidiana de los argentinos, ni qué hablar.

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Ya que estamos, propongamos una pregunta que nadie insinuó en estas horas. ¿Cuál es la extensión del derecho ciudadano de estar al día sobre el cuerpo de quienes lo representan? ¿Por qué no rige para los gobernadores, jefe de Gobierno porteño o intendentes? Las situaciones son menos diferentes que los reclamos, sencillamente porque hay un doble estándar para las interpelaciones al gobierno nacional.

Si lo que marca la diferencia es el rango presidencial, cualitativamente superior, podría surgir otra pregunta al periodismo republicano. ¿Por qué no exigir (o haber exigido) chequeos a todas las personas que se candidatearon a presidente hace dos años o en competencias anteriores?

Parece una chicana pero no es este cronista quien abusa de ellas, profiere vaticinios macabros, se indigna si no se concretan.

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Se chimenta que en el Primer Mundo es diferente. Vale sacar del archivo el recuerdo del presidente francés Francois Mitterrand. El hombre dictó una legislación severa, comprometiéndose a informar periódicamente y en detalle sobre su salud. Había una demanda de la opinión pública fundada en el secretismo de sus predecesores. Mitterrand designó a un médico clínico poco conocido, Claude Gubler, para su atención personal y la consiguiente divulgación.

A los seis meses, contrajo un cáncer con pronóstico terminal: una sobrevida no mayor de tres meses.

Desde entonces el mandatario revocó su propia norma, de facto. Impuso el secreto, retaceó la información hasta a sus aliados políticos. Ni qué hablar de la oposición de derecha, con la que cohabitó un buen rato.

Su fortaleza, el azar que rige esas cuestiones y, por ahí, un buen tratamiento desafiaron al diagnóstico. Cumplió su mandato de siete años y se presentó a reelección, que logró sin soltar prenda sobre su estado de salud.

Sólo la reveló en un momento de mejora, después de cambiar de facultativo y de tratamiento.

Gubler, que había bancado el oscurantismo afrancesado, se enojó. Acudió a un periodista y escribió un libro denunciando el fraude. Dio detalles, algunos propios de una película fantasiosa, sobre cómo se escamoteó el dato. “Mitterrand disimuló dolores atroces, consumió medicación a escondidas.” La historia es novelesca, como suele gustarle a la realidad.

El libro se sacó de circulación apenas publicado porque la familia Mitterrand pidió una interdicción que fue acogida por los Tribunales franceses. Recién pudo conocerse años después por un fallo de la Corte Europea de Derechos humanos.

El ejemplo no es encomiable, pues vulnera las reglas que se atienden en el primer párrafo de esta nota. Sirve para dar cuenta de que el mundo es más complejo y capcioso de como se lo describe en estas pampas. Vaya a saberse si para sacar ventajas políticas mezquinas o por mera ignorancia.

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El decano de la Facultad de Sociales de Estocolmo le escribe entusiasmado a su ex favorito, el politólogo sueco que sigue demorando su tesis de posgrado sobre la Argentina. Como suele ocurrirle, mezcla todo. “¿Es cierto que la Presidenta atendió razones, se operó como le aconsejaba la prensa independiente y le extirparon el síndrome de Hubris? ¿Ha recuperado ahora el buen sentido? ¿Martín Redrado ya es ministro de Economía? ¿Rosendo Fraga asumió en Defensa? ¿El canciller será Adalberto Rodríguez Giavarini? Ojalá, así ese desdichado país rompe relaciones con Cuba y Venezuela, regresando al mundo.

El politólogo lee con ternura el mensaje en las inmediaciones de la Fundación Favaloro. Espera que la pelirroja progre que ahora es cristinista aplauda el informe del “Corcho Scoccimarro”, coloque una misiva en el altarcito que adorne el lugar. Y luego aspira a convencerla de abandonar, por este solo día, el conurbano y consagrarse a un programa porteño. No se hace muchas ilusiones, salvo en lo que espera para el final de la jornada. Por ahora escucha al vocero, calla y piensa en paralelo cómo contentar a su decano e interesar a su más que amiga.

Nota madre

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