Lun 10.02.2014

EL PAíS • SUBNOTA  › A CUATRO DíAS DE LA TRAGEDIA DE BARRACAS, EL INCENDIO SIGUE EN PIE

Hay fuego, y cenizas quedan

Cuatro autobombas seguían combatiendo ayer los focos de fuego que existen debajo de chapas y hierros, en el galpón incendiado de Iron Mountain. Un grupo de chicas de la empresa ofrece sanguchitos y bebida a los bomberos. Relato de los vecinos.

El humo que se respira raspa las gargantas. Hace picar los ojos y se impregna como manchas de hollín en las paredes. A cuatro días de la tragedia de Barracas, el fuego y el humo todavía persistían ayer a la noche. Los bomberos continuaban rociando el depósito con chorros de agua incesantes. Las volutas de humo brotaban de esa olla herrumbrosa en que se convirtió el galpón. Y varios metros debajo de la montaña de chapas y hierros retorcidos, el papel seguía humeante.

En parte, las llamas no habían sido, hasta ayer, sofocadas, porque aún no se han podido remover los escombros y los hierros que cubren, como un paraguas, los papeles ardientes. De esa manera, ni los manguerazos de agua de los bomberos ni las sucesivas tormentas alcanzaron para apagar los focos de incendio diseminados por todo el depósito.

Ayer, los bomberos trabajaban atacando las llamas desde distintos puntos. En la esquina de Gaspar de Jovellanos y Quinquela Martín, un autobomba desplegaba su escalera para que un bombero, desde lo alto, rociara uno de los focos. Unos metros más adelante, otro camión hacía lo propio lanzando el chorro de agua hasta el corazón del depósito. Otras dos mangueras, soportadas por un par de bomberos, intentaban sofocar el fuego desde lo alto de un paredón lindero. Como el trabajo no tiene pausa y resulta agotador, las rotaciones son permanentes. Un grupo de seis bomberos tomaban un descanso, sentados en el cordón de la vereda impar de Gaspar de Jovellanos. Se los veía cansados, con las botas hundidas en el charco, el cuerpo encorvado y las mejillas sucias de rastros de humo. En las calles empedradas ya no había móviles de televisión, ni periodistas yendo de un lado para el otro. En las calles quedaban tan sólo los bomberos y los vecinos, que iban y venían pisoteando los restos de ladrillos colorados.

Los alrededores del depósito de Iron Mountain estaban cercados por las cintas de peligro. A pesar de la presencia de la guardia policial y de algunos agentes de Prefectura en cada una de los accesos, muchos curiosos lograban sortear la cinta para acercarse a chusmear. “Esto parece Caminito. Mirá esa parejita. Vienen con su perrito, se paran en la esquina un rato, sacan una foto y se van”, bromeaba Ema, una vecina de Quinquela Martín al 1500, a sólo 50 metros del depósito incendiado. “Igual lo peor acá fueron los fallecidos. Eso no lo vamos a poder olvidar. Por eso, mientras ellos hacen un trabajo impecable, nosotros, como vecinos, les damos una mano en lo que podemos. El otro día uno vino a pedirme un tornillo. ¿Cómo no le vamos a dar una mano? Son pequeños detalles, frente al enorme trabajo que ellos están realizando”, agregó la vecina.

Es cierto que, con el correr de los días, la presencia de los bomberos en las calles de Barracas inauguró una suerte de convivencia barrial. “El día del incendio nosotros les ofrecíamos el baño, comida o café”, contó Angélica. Su casa está justo enfrente del paredón que se desplomó y aplastó a las nueve víctimas. “Al día siguiente, el jueves, mientras nosotros estábamos acá afuera, en la vereda, dándoles agua o comida a los bomberos, se me acercó un hombre y me preguntó qué era lo que necesitaban.” El hombre resultó ser un empleado de Iron Mountain. Y Angélica le contestó lo que le parecía obvio: que los bomberos necesitaban comer y beber. “Ahora por suerte la empresa les da sanguchitos y gaseosas a los bomberos. Aunque yo, después, les dije que podían traer otra cosa. Los bomberos están cansados de comer sanguchitos. Y son gente que hay que ayudar porque su trabajo es incondicional”, dijo Angélica. Un grupo de cinco chicas, algunas vestidas con chomba azul de Iron Mountain, recorrían ayer a la tarde las calles de Barracas, ofreciendo amablemente sanguchitos de miga y Coca-Cola a los bomberos, policías y prefectos afectados en las tareas.

“Escuché las sirenas de los bomberos y me asusté. Después, cuando cayó la pared, fue como si hubiera estallado una bomba”, contó Gabriela Edith Muhamad, una vecina de Rocha al 1100, a dos cuadras y media del depósito. Mientras Gabriela recordaba esas primeras horas de la tragedia, no dejaba de filmar los restos del derrumbe, con una camarita de video, parada detrás de la cinta de precaución en Gaspar de Jovellanos, a pocos metros del cruce con Quinquela Martín. “Dicen que ese fuego va a estar prendido por nueve días. Ya van cuatro, así que sacá la cuenta. Los expertos dicen que los papeles están presionados contra los escombros y, como no pueden mover nada todavía, el fuego sigue”, dijo Gabriela. Y agregó: “Ahora acá venimos todos a ver porque se murió gente, pero en el barrio estamos acostumbrados a los derrumbes. El tema es que son conventillos los que se derrumban y a nadie le importan los conventillos. No les dan bola”.

El humo, según hacia dónde sople el viento, es arrastrado en distintas direcciones. “Si sopla para el lado del Riachuelo a nosotros no nos pasa nada”, señaló Víctor Tascón, un vecino de Rocha al 1500, a unos cien metros del depósito. “En cambio, cuando el viento viene para este lado, el humo es insoportable. Los ojos pican, cuesta respirar, y el olor que te queda en la casa y en la ropa es infernal.”

Informe: Nicolás Andrada

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