EL PAíS • SUBNOTA
› Por Horacio Verbitsky
Luego de reconocer que no es especialista en seguridad y que no tiene conocimiento actualizado sobre la situación del país, el ex jefe del Ejército Martín Antonio Balza lo demostró con un pronunciamiento a favor del decreto de emergencia en seguridad, al que se refirió como “ley de derribo”. Balza dijo que ningún estado se auto limita en el empleo legal de la violencia, porque debe proteger su territorio y su espacio aéreo. Agregó que un avión que penetra en el espacio aéreo sin haber registrado su plan de vuelo puede también formar parte de un atentado terrorista para “convulsionar al mundo”. En una prolija enumeración de la doctrina elaborada por el Comando Sur de las Fuerzas Armadas estadounidenses, el militar que por más largo lapso comandó el Ejército, entre 1992 y 1999, durante la presidencia de Carlos Menem, interpretó que circunscribir la ley de derribo al narcotráfico sería minimizar el problema, ya que se trata de “un delito trasnacional relacionado con otros como el tráfico ilícito de armas, la trata de personas, el lavado de dinero, problemas migratorios, crimen organizado”. No explicó qué empleo podría darse a las Fuerzas Armadas en cada caso. La ley argentina vigente considera las migraciones como un derecho humano. Promulgada en 2004, derogó el estatuto que rigió durante la dictadura militar que las trataba como un problema de seguridad nacional. Producto de un acuerdo suprapartidario ha sido encomiada como modelo en todo el mundo, a contramano de la xenofobia, el racismo y la paranoia securitista que se hacen sentir con trágicas consecuencias en Europa y Estados Unidos. Aún así la megapotencia mundial no aplica en su territorio la receta que prescribe para Asia, Africa y Sudamérica.
Al mismo tiempo, Horacio Jaunarena, ex ministro de Defensa de los presidentes radicales Raúl Alfonsín y Fernando De la Rúa y del senador justicialista Eduardo Duhalde durante su interinato a cargo del Poder Ejecutivo, asoció el decreto de emergencia en seguridad con la decisión del gobierno de Jujuy de “ponerle un límite a la extorsión que se realiza sobre el conjunto social cuando se pretende encubrir a delitos y a delincuentes bajo la excusa de una protesta social”. Jaunarena aprovechó la situación para cuestionar una vez más las leyes que delimitan los campos de acción de las fuerzas de seguridad y de los militares. “Nuestras leyes de defensa y seguridad tienen más de veinticinco años. ¿Es el mundo actual, con sus riesgos y amenazas el mismo mundo de aquel en cuya época fueron sancionadas?”, fue su retórica introducción del tema. La separación tajante entre Defensa Nacional y Seguridad Interior es uno de los acuerdos básicos de la democracia argentina y cristalizó en tres leyes y un decreto sancionados bajo cuatro diferentes gobiernos. La ley de defensa nacional fue promulgada en 1988 por Alfonsín, la de Seguridad Interior en 1992 por Menem, la de Inteligencia Nacional en 2001 por De la Rúa, y el decreto reglamentario de la ley de Defensa por el presidente Néstor Kirchner en 2006. Pasaron 18 años entre la sanción de la ley de defensa y su reglamentación. Jaunarena confesó en un seminario organizado en la universidad católica del Salvador por Eduardo Menem y Roberto Dromi que nunca la reglamentó porque no estaba de acuerdo con el texto y el espíritu de la ley. Los considerandos del decreto reglamentario que la ministra Nilda Garré firmó junto a Kirchner descartan en forma expresa la utilización del instrumento militar en funciones ajenas a la defensa, “usualmente conocidas bajo la denominación de nuevas amenazas”. De lo contrario se pondría “en severa e inexorable crisis la doctrina, la organización y el funcionamiento de una herramienta funcionalmente preparada para asumir otras responsabilidades distintas de las típicamente policiales”. El introductor de las nuevas amenazas en la Argentina fue el primer ministro de Defensa de la primera Alianza, Ricardo López Murphy, cuyo planteo se desactivó gracias a una amplia coalición política que comprendió incluso al ex interventor en Salta durante la dictadura, el capitán de navío Roberto Ulloa. Durante una audiencia en el Senado, que integraba, Ulloa le dijo a López Murphy mirándolo fijo: “Tenemos perfecta conciencia de la presión de Estados Unidos para involucrar a nuestros militares en la lucha contra el narcotráfico. Como bien sabrá todos nosotros nos oponemos, y estamos seguros de que usted comparte esa idea”, le dijo.
Por entonces, Jaunarena presidía la Comisión de Seguridad de la Cámara de Diputados, en cuya agenda incluyó el análisis de los planes de contingencia en materia de seguridad y defensa civil. El primer rubro lo ejemplificó con los cortes de rutas y lo que llamó “indisciplina social”. En el segundo, mencionó interrupción de servicios públicos, catástrofes naturales y atentados terroristas. Esta es una de las puertas legales de acceso para el retorno militar a la seguridad interior. De regreso a Defensa, cuando López Murphy pasó al Ministerio de Economía para aplicar una política de ajuste sobre el gasto público, que en dos semanas agotó su gestión y dio paso al regreso de Domingo Cavallo, Jaunarena propuso fusionar en una sola organización la Marina de Guerra con sus funciones de Defensa y la Prefectura Naval y su tarea de guardia costera. Esa Armadura no llegó a nacer, por la oposición de diputados y senadores de todos los partidos y la resistencia de la propia Prefectura, que padeció la conducción de los marinos cuando su jefe carismático era Emilio Massera. En su columna publicada en Clarín, Jaunarena concluyó que “lo esperanzador es que hoy existe la decisión política de encarar el desafío”. El recuerdo de aquellos años es pertinente, porque la segunda Alianza ha retomado aquella agenda. “La ley me limita. No voy a avanzar más allá de lo que dice la ley” –se defendió López Murphy en aquel momento ante el cuestionamiento de Ulloa.
Esa restricción no parece regir para la actual ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, ni para el presidente Maurizio Macrì, que derribaron las leyes por decreto.
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