EL PAíS • SUBNOTA
› Por Horacio Verbitsky
El más sonriente de los invitados del jueves era Gerónimo Venegas, cuyo partido Fe se alió con PRO en las elecciones presidenciales. En la plataforma electoral macrista figuraba devolverle el Registro Nacional de Trabajadores y Empleadores Agrarios. Era un ente público no estatal administrado en forma conjunta por el sindicato de trabajadores y estibadores rurales y las cámaras patronales agropecuarias, y fiscalizado por un síndico estatal. En 2013 fue reemplazado por un ente autárquico cuyo director designaba el Ministerio de Trabajo, con los representantes de los trabajadores y los patrones en un consejo asesor. Esa recompensa fue pagada mediante uno de los últimos fallos que Carlos Fayt firmó en la Corte Suprema de Justicia, con impecables argumentos abstractos sobre la progresividad de las medidas económicas, pero que en la práctica implican una brutal regresión: en los dos años de administración estatal se duplicó la cantidad de peones con aportes registrados y se denunció un millar de casos de trata laboral; se registraron casi diez mil empleadores y más de cien mil peones rurales más. Su existencia había sido invisibilizada por la administración que Venegas compartía desde los últimos días del menemismo con la Sociedad Rural y sus aliados, esquema al que ahora se propone regresar. Juntos manejaban un fondo colosal, del 1,5 por ciento de las remuneraciones de los trabajadores rurales. El fallo de la Corte Suprema citó el artículo 14 bis de la Constitución, por el cual el seguro social obligatorio “estará a cargo de entidades nacionales o provinciales con autonomía financiera y económica, administradas por los interesados con participación del Estado”. Este artículo fue incorporado en la reforma constitucional de facto de 1957, luego de la derogación por decreto de la Constitución de 1949, y confinó al papel todos los derechos del trabajador que el gobierno había eliminado en los hechos: condiciones dignas y equitativas de labor, jornada limitada, descanso y vacaciones pagos, retribución justa, salario mínimo vital móvil, igual remuneración por igual tarea; participación en las ganancias de las empresas, con control de la producción y colaboración en la dirección; protección contra el despido arbitrario, estabilidad del empleado público, organización sindical libre y democrática. También prometió seguridad social obligatoria, jubilaciones y pensiones móviles, protección integral de la familia y acceso a una vivienda digna. A los gremios les aseguró convenios colectivos, conciliación y arbitraje sobre salarios y condiciones de trabajo, estabilidad en el empleo de los delegados y derecho de huelga. Pocas veces el divorcio entre la palabra y la acción fue más nítido.
Hugo Moyano tiene una larga historia de negociaciones con Macrì, desde los tiempos en que una empresa del actual presidente tenía a su cargo la recolección de residuos en la Ciudad de Buenos Aires, que aún no era autónoma pero sí buena pagadora, gobernada por el ex gerente y actual asesor de Macrì, Carlos Grosso. Ya en 2013, Moyano admitió con notable sinceridad que Macrì respondía a sus demandas con buena disposición. “En beneficio de los trabajadores”, aclaró, por temor a ser demasiado explícito. Moyano fue uno de los que acordaron con Macrì la designación como Superintendente de Servicios de Salud de Luis Alberto Scervino, directivo de la obra social del sindicato de Obras Sanitarias y del Instituto de Investigación Sanitaria de la Seguridad Social de la CGT que dirige Antonio Caló. El control de las obras sociales implica el manejo de decenas de miles de millones de pesos. Macrì lo nombró allí en la primera semana de su gobierno, con vistas a la negociación salarial que se abrió ahora. Entre los caramelos que el gobierno ofrece a los sindicatos hay 26.000 millones de pesos que las obras sociales reclaman al Estado por deudas atrasadas. Sólo se trata de endulzar.
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