EL PAíS
• SUBNOTA › IMPRESIONES DE LA CONVOCATORIA
Silencio y corbatas
› Por Sergio Kiernan
Pocas veces se ven actos tan silenciosos, con tantas corbatas, con tanta, tanta gente madura. Juan Carlos Blumberg agradeció anoche por un encuentro tan civilizado, y tenía razón: la gente tiraba los papelitos a los tachos, dejaba las veredas de la plaza libres para que se pudiera caminar y mantenía una distancia física digna de ingleses.
Es que el punto de la concentración era justamente ese, mostrarse civilizados, respetar las reglas. La gran mayoría de esas personas de impermeable, traje, blazer azul, en pareja o en grupos, era más o menos contemporánea de Blumberg padre. Era evidente que se identificaban con un hombre que por la falta de respeto a las reglas había perdido a su hijo. Hacia el final, cuando todos –el palco incluido– se permitieron alguna emoción, muchos lloraron. Hubo quien moqueaba por contagio, y hubo otros –una mujer de sweater rosa, una de impermeable blanco– que lo hacían como quien llora una desgracia privada.
El silencio no era sólo por la novedad de las manifestaciones apartidarias, sin consignas ni altavoces. También había una cosa de homenaje a un muerto, a muchos muertos, que le daba un silencio de iglesia. Cuando se desconcentraron, la gente se demoraba pegando las velas a los cordones de las veredas, a las cajas de electricidad, a los bordes de los canteros. Los bustos de dos abogados sobre la vereda de Talcahuano –anónimos desde que se robaron las placas de bronce– terminaron como santos laicos, cubiertos de velas votivas.
Para saber cómo será una concentración, basta llegar temprano y ver a los vendedores, señal infalible del nivel socioeconómico de los que vienen. Ayer los había con velas, facturas, sandwiches caseros, panchos y, especialmente venidos con las grandes bandejas de la cancha y el recital, bebidas. Y hasta los más profesionales, los que saben entonar, bajaban la voz, para no molestar.
Así le fue a un pobre desubicado que se desbocó. En un silencio, mientras se esperaba que Blumberg volviera de entregar su petitorio, se escuchó una voz destemplada que gritó “¡Corte Suprema comunachos! ¡Váyanse a Moscú!”. Los veinte que lo escucharon se dieron vuelta, asombrados por el anacronismo, y se encontraron con un sesentón bajito, muy calvo y con anteojos grandes. Nadie le dijo nada. El pelado miró a su alrededor, se dio vuelta y se alejó a paso rápido.
Nota madre
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