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Romina y un fin trágico en el baño de la escuela
Les dijo “chau” a sus compañeras y se fue al baño. Poco después la encontraron agonizando: se había disparado un tiro en la sien. A los 15 años, Romina murió poco después en un hospital. Dejó tres cartas.
› Por Alejandra Dandan
A la mañana entró al colegio con una pistola Taurus calibre 635, según la policía un arma de guerra. Romina Carnero era la hija menor de un gendarme retirado y de una maestra de escuela. Decidió suicidarse después del primer recreo encerrada en el baño del Sagrado Corazón, un instituto religioso de San Martín al que concurría desde el jardín de infantes. Hacía unos meses había pasado su fiesta de 15 años y ahora estaba en el primer año del Polimodal con orientación en Humanidades. Hacía dos días no iba a la escuela y desde hace un año, cuando le detectaron síntomas de epilepsia, comenzó un tratamiento psiquiátrico. Con su muerte, Romina dejó tres notas escritas: una para sus compañeros, otra a una amiga y en la última les pedía disculpas a sus padres.
Poco después de las nueve de la mañana el frente de la escuela, ubicada en la avenida Córdoba al 2400 en San Martín, se llenó de patrulleros. Los vecinos del barrio y cada uno de los comerciantes habían imaginado todo tipo de hipótesis, excepto un suicidio. En la librería de enfrente, pensaban en una toma de rehenes, en un asalto o incluso que alguno de los chicos había llevado un arma. Todos conocían a Romina pero ninguno presentía el desenlace. “Para mí es como dijeron el resto de los padres: usó la escuela porque en definitiva era su casa”, decía todavía en shock la dueña de casa de fotocopias de Córdoba.
Romina era una de las mejores alumnas del Sagrado Corazón, aunque durante estas últimas semanas las religiosas que administran la escuela notaron algunos síntomas extraños. No tenía problemas con sus notas pero, explicaron sus amigos, habían aparecido algunas dificultades en la relación con sus compañeros. Por eso, su madre habría concurrido a una reunión en el colegio estos últimos días. Ninguna de las religiosas confirmó esa reunión. Ayer, después del suicidio, cerraron la puerta del colegio y cualquier acceso se volvió infranqueable. La única información oficial de la escuela se dio a través del cartel que colgaron en la puerta: no hay clases ni 16 ni el 17 –decía–, por duelo.
Romina mostró las únicas señales de la decisión que había tomado durante el recreo. Poco después de las nueve, cuando tocó el timbre para regresar al aula, se despidió de sus compañeros con un chau y se fue para el baño del primer piso. Cuando volvieron a verla estaba en el suelo, manchada de sangre, con la sien atravesada por una bala diminuta que había entrado por la derecha y salido por el costado izquierdo, donde los médicos encontraron un hematoma. “Todavía estaba viva y eso fue lo que causó más desesperación entre las monjas”, explicó más tarde el comisario de la seccional 1ra. de San Martín, Eduardo Flores, una de las pocas personas que logró tener contacto con cada uno de los que intervino en la pesadilla.
Aunque aún tenía síntomas vitales, murió poco después cuando la derivaron a la sala de tomografía dentro del Hospital Eva Perón. Al mediodía, Raúl Soyour, el director, decía que la muerte había ocurrido entre las 10.30 y las 11 por un paro cardíaco.
Sus padres, los vecinos e incluso sus amigos más cercanos se pasaron la tarde discutiendo las razones que determinaron el disparo. “A la chica se la notaba bien, siempre fue un poco retraída pero estaba bien”, balbuceaba anoche Roberto Miranda uno de sus vecinos más viejos, dueño de una carnicería que se comunica con el edificio de los Carnero sobre la calle Pueyrredón al 4100. Romina estuvo en su negocio el miércoles a la noche, pidiéndole permiso para usar la puerta de la carnicería para acceder a su casa.
Ese día, es decir el miércoles, era la segunda vez seguida que faltaba a la escuela. Dos amigas que ayer esperaban alguna noticia en la hall de la comisaría sospechan que un problema con su padres detonó la ausencia y también el disparo. “El martes no fue a la escuela porque fue a la psicóloga y el miércoles tuvo un problema y la madre volvió a llevarla”, decía a este diario una de sus amigas sin dar el nombre. Romina estaba desde hace un año con un tratamiento psiquiátrico. Además de la manifestación de la epilepsia tenía algunos problemas de relación con sus padres. Era retraída y esa marca siempre fue una de sus características. La maestra de música del jardín se acordaba cómo la catequista de la escuela había resaltado ese dato cuando Romina todavía no había entrado a la primaria.
“¿Sabe qué pasa? –dice ahora una fuente de la investigación después de escuchar el testimonio de los padres y amigos– parece que la chica estaba muy presionada en la casa.” En su relato, el investigador menciona un ejemplo que más tarde confirmaron sus amigas de escuela: “Hace unos días parece que quería hacerse dos agujeritos en las orejas y ellos no la dejaron”. Para las amigas hay algo de verdad en todo esto, incluso en ciertas presiones sobre las que Romina sólo lograba hablar entre su grupo más cercano: “Estaba harta –dice ahora una de las dos amigas en la comisaría– estaba harta, todo el tiempo lo decía. No veía la hora de cumplir los 18 para irse de la casa”.
Los padres son personas mayores. Desde el casamiento de Cristina, su hermana, Romina vivía solo con ellos en el sexto piso de una casa de departamentos que desde hace meses está con un cartel de venta.
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