EL PAíS
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¿Cui bono?
› Por Mario Wainfeld
La pregunta del título es una de las expresiones en latín, utilizada asiduamente por abogados y juristas en su jerga. Se cuenta que es de viejísima data y que Cicerón la hizo popular en una de sus tiradas públicas. Traducida libremente, significa “¿a quién beneficia?” y es alusiva a uno de los datos que se deben tener en cuenta para urdir (o interpretar) una norma. Preguntarse quién mejora su situación con una ley, un decreto o un reglamento es un criterio básico para comprenderla. O para redactarla.
El latinazgo quizá también sea recordado por los lectores conspicuos de relatos policiales clásicos. Lo usaba con harta frecuencia Hércules Poirot, el detective belga inventado por Agatha Christie, para orientar sus pesquisas respecto de un crimen, cuando las pistas eran confusas, los sospechosos muchos, las coartadas demasiadas. Puede que sea un exceso recordarlo en el contexto de esta nota. Bien puede ser.
En este caso, desentrañar quién impulsa (como en el caso que nos ocupa) un nuevo régimen de caducidad de las denuncias de juicio político ayudará a ponderar su conveniencia. La parte respectiva del “Reglamento de acusación” que el Consejo de la Magistratura se apresta a debatir hoy (ver nota central) tiene, de cajón, argumentos a favor y en contra.
El primer argumento a favor para dar por decaídas las denuncias que no avancen en un lapso determinado es que eso garantiza certeza. Las cuestiones judiciales no deben permanecer eternamente indeterminadas porque eso atenta contra la paz social. La certeza es un valor muy caro al sistema de administración de justicia. Acaso sea, bien mirado, tan importante como la búsqueda de la “verdad real”. Los plazos, todos ellos, tienen como finalidad que los expedientes terminen. La existencia de instancias definitivas, la imposibilidad de reabrir juicios llegados a la instancia suprema (dos pilares del sistema procesal) tributan más a la busca de certeza que a la de justicia. Poner un límite a la validez de las denuncias contra magistrados va en ese, correcto, congruente, sentido.
También es real que ese tipo de normas busca acicatear la actividad de los organismos que juzgan. Un plazo límite debería compeler a los juzgadores a “ponerse las pilas”, a no remolonear, liberando por el solo arbitrio de la pereza o la desidia. También recorta el taimado poder de los juzgadores de tener una permanente espada de Damocles disponible pendiente sobre la cabeza de los sospechados. Un rebusque del que han hecho uso y abuso los jueces federales penales de la Capital, sin ir más lejos.
La contra de determinar, hoy y aquí, un plazo relativamente breve de caducidad es que implica un beneficio patente para los jueces sospechados, entre ellos varios de pésima fama, ganada a pulso. Se trata de algunos de los federales mencionados en el apartado precedente, muy especialmente Claudio Bonadío y Jorge Urso. La lentitud o inacción que prohijó las denuncias en su contra, si se fijara una breve dead line para los enjuiciamientos les significaría algo peligrosamente similar a una absolución. O a una dilación prolongada, por lo menos.
La finalidad del reglamento es más vasta, acaso esté pensada para el futuro, pero lo cierto es que en la coyuntura los favorece sensiblemente. Formulada la pregunta que se hacían Cicerón y Hércules Poirot, el reglamento que se trata hoy podría ser un salvataje de magistrados que merecen otra cosa. Esto es, un juicio justo y no una absolución tácita, con envoltorio agradable.
Alguien que no era belga ni romano, sino argentino, Arturo Jauretche, reformulaba a su modo coloquial la pregunta “¿cui bono?”. Sugería, ante un conflicto político que no aparecía claro, observar cómo se alineaban las fuerzas del enemigo. Y ponerse en frente, de pálpito. Una sugerencia que conserva su miga y que pasaremos a honrar.
La propuesta de caducidad tiene como abanderado a Jorge Casanovas, un apologista de la mano dura. Antigarantista cabal cuando de gentes comunes se trata, Casanovas aparece muy preocupado por no dilatar las penurias de un puñado de magistrados. Siendo que se solaza estimulando que los procesados sin condena pasen tiempos vaticanos entre rejas.
El otro lobby que apura la sanción del reglamento es la Asociación de Magistrados cuya tendencia corporativa es por demás conspicua. Y tiene mucha receptividad en el Consejo de la Magistratura que la Constitución del ’94 imaginó como una refrescante novedad y se transformó en un organismo policorporativo lento, muy tributario de los intereses de los distintos sectores que lo integran.
Inscripta en un marco complejo, en el que hay demasiadas denuncias contra jueces sin resolverse, la reforma que nos ocupa parece reforzar el tufillo a impunidad o al menos a protección corporativa que sigue nimbando a varios ocupantes del inmueble de Comodoro Py.
Nota madre
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