EL PAíS
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El exterminio por otros medios
Por Dardo Tumas*
Si en la década del 70 lo más lúcido de toda una generación se rebeló frente a una manera hipócrita del ejercicio del poder a través de momentos de una seudodemocracia alternada con golpes de estados militares, como corolario del agotamiento de una forma de hacer política que no tenía como objetivo el modificar la realidad sino el predominio de más de lo mismo; y la respuesta no se hizo esperar: una política de eliminación selectiva comenzada con las bandas paramilitares del gobierno peronista y luego la estatización del terrorismo como práctica general. Unico medio de instituir un nuevo modelo de economía y de producir las más profundas modificaciones para un proyecto de país que no fuera algo momentáneo y sujeto a las vicisitudes coyunturales de las políticas de turno. Trabajo de ingeniería histórico-social que posibilitó su instrumentación, su consolidación y su radicalización a lo largo de 30 años.
La referencia paradigmática de toda esa época es la figura del desaparecido, esa subjetividad sin cuerpo, ese dolor sin límite por donde grita la imposibilidad de duelar. La larga e histórica lucha de los organismos de derechos humanos se planteó en cómo negarle justamente al ingenio del odio la posibilidad de todo borramiento del horizonte social de aquel que fue y hoy no está; hubo que empezar por recuperar sus nombres (nunca más NN), sus historias, sus afectos, y en muchos casos hasta a sus hijos. Desaparecieron sus cuerpos pero no pudieron hacerlos desaparecer como sujetos, como aquellos hombres y mujeres que vivieron, que amaron y odiaron, que lucharon y hasta se perpetuaron en esas mismas luchas como formas de seguir siendo aun sin poder ahora estar. No están sus cuerpos, pero “ellos” están.
Pero el modelo avanzó, se profundizó, se radicalizó; ya nadie quiere ni puede creer que con esta democracia se come, se educa y se vive. Se cometen los crímenes más aberrantes en nombre de la política, ese rubro del quehacer nacional donde todo está permitido, donde no hay ética, ni moral ni disimulo.
Pero el costo social ahora está planteado en términos de la degradación subjetiva del semejante, de la desubjetivización de los afectados, de la eliminación por omisión. Pueden estar sus cuerpos, pero ¿quiénes son? ¿quiénes eran? Miles de hombres y mujeres que se caen a diario de la línea de las necesidades básicas satisfechas, cientos de niños que ingresan a diario en el territorio sin retorno de la desesperación y el desamparo. Son “cifras”, “números”, que dan cuenta de esa nueva forma de nominar al semejante, es la materialidad de sus cuerpos ocupando en lugar en las estadísticas, pero ¿quiénes son?, ¿qué ha sido de sus vidas, de sus anhelos, de sus historias? ¿Eran “alguien” antes de pasar a ser “algo” enlas abultadas cifras del burócrata de turno? Están sus cuerpos, pero “ellos” no están.
¿Tendremos que reconocer que la política de exterminio del semejante, del otro humano, de aquél (“que por suerte no soy yo”), ha variado en sus formas, se disimula más en sus apariencias, pero sigue tan implacable y deletérea como en los mediados del ‘70? ¿Aceptaremos que es la continuidad de la eliminación del otro por otros medios, la perpetuación de la derrota de aquellos que justamente se atrevieron a cuestionar esto? Y, ¿seguiremos resignándonos a esta muerte en vida, a esta (como dice M. Kundera) indiferencia como pasión, la única gran pasión colectiva de nuestro tiempo?
* Psicólogo. Colaborador de Abuelas de Plaza de Mayo.
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