EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Mario Wainfeld
La acusación consiguió la –muy exigente– mayoría especial exigida para condenar al jefe de Gobierno sin que le sobrara un voto. Se sustentó en el orgánico voto de los legisladores de las principales oposiciones del distrito (PRO y ARI), pero también requirió dos legisladores de izquierda, la integrante de un bloque unipersonal y un kirchnerista. Esa miscelánea integración desbarata el argumento del golpe institucional, también refutado por el decoroso trámite de la sesión de ayer.
Aníbal Ibarra perdió su cargo tras dos votaciones (las de la Sala Acusadora y la Juzgadora) que alcanzaron, in extremis, el número imprescindible. Lo estrecho del margen sugiere que podría haber zafado, si el último tiro penal pegaba en el poste. Pero la imponencia numérica (y el espectro de pertenencias) de quienes le bajaron el pulgar trasuntan una luenga debilidad política.
El desenlace vino nimbado de suspenso, al que contribuyó de modo decisivo el zigzagueo del zamorista Gerardo Romagnoli, cuya ilegibilidad abarcó incluso el fundamento de su postura, que todo el tiempo parecía ir en pos de la abstención pero que remató en la destitución.
El macrismo alcanzó, a la chita callando, su segunda victoria consecutiva en el distrito, tras la aplastante elección de octubre. Lo logró ejercitando saberes que su discurso público denigra: un bloque disciplinado, unidad de discurso, un operador astuto (Horacio Rodríguez Larreta), firme para encolumnar a su tropa.
Los oficialismos nacional y distrital sufrieron una ardua derrota. El kirchnerismo fue el único bloque que mostró divergencias internas, tanto que sus tres legisladores votaron cada uno a su manera. Ese pseudo pluralismo, revelador de una clara debilidad política, debería motivar a la oposición a morigerar las denuncias acerca de aprietes y obediencias debidas. De hecho, en ambas salas, el único sector que se permitió posturas variadas fue el kirchnerismo.
Desde luego, una visión más conspirativa que la de este cronista puede proponer que el Gobierno le soltó la mano al “amigo Aníbal”, a través de un manejo capcioso de sus diputados. El autor de estas líneas descree de esta hipótesis que, sin duda, tiene cultores en el ibarrismo.
La condena: Casi todos los diputados leyeron sus intervenciones, hubo varias dignas de atención. Brilló especialmente por su claridad y su fuego (replicando el argumento del golpe institucional y el llamado del ibarrismo a la solidaridad progresista) la unipersonal Florencia Polimeni. Héctor Bidonde se apegó a un texto minucioso que postulaba con brío un eje político para los errores de gestión que le imputó a Ibarra: su alianza con “sectores estratégicos” del empresariado.
El arista Guillermo Smith fundó con templado rigor el incumplimiento de la función de policía del Estado. También se dejó lugar para cuestionar al fiscal Jorge Enríquez y pedir disculpas a Julio César Strassera. Y se ingenió, junto a su compañero de bancada De Filippo, para diferenciarse un poco de PRO (tras meses de persistente unidad en la acción) votando de modo decisivo contra la pena accesoria de inhabilitación de Ibarra.
El común denominador de los que votaron la condena fue defender el carácter discrecional del juicio político y centrarse en el cargo de incumplimiento del deber de policía. Sin negar la especificidad del juicio político, que no exige ni condena ni culpa penal, este cronista cree que en el caso de funcionarios con mandato limitado en el tiempo es una herramienta excepcional, como se infiere de las mayorías que requiere su procedencia. Y que en caso de duda, ha de estarse a la pervivencia en el cargo del acusado, en una adaptación lógica del principio de la presunción de inocencia, propia del proceso penal. Se trata, en suma, de una medicina de excepción que debe dosificarse mucho. Este hilo argumental fue sugerido por el kirchnerista Elvio Vitali, quien habló cuando la votación estaba decidida y nadie podía interesarse en escucharlo. En el caso concreto cabe agregar que muchas agencias posiblemente corresponsables en el trágico resultado final no dependen del gobierno local: la Policía, los bomberos y la Morgue, para empezar. Eso hace difícil discriminar las responsabilidades respectivas, dilema insinuado por algunos legisladores que condenaron pero, tal vez, no asumido en su cabal implicancia.
Si, además, se pondera que los errores políticos, en general, no deberían considerarse justificativos de la destitución, todo lleva a colegir que la sanción fue desmesurada. Pero esta divergencia de parecer no ocluye lo esencial, que es que (como es dominante en los debates democráticos) hay razonamientos posibles a favor de una u otra posición. Es válido que existan posiciones diversas, máxime en un tema con escasa jurisprudencia previa. Lo que debería motivar a tirios y troyanos a aminorar la tendencia nacional a motejar al adversario no ya de equivocado sino de canalla y corrupto. La intolerancia de dirigentes, funcionarios y familiares respecto de quien parecía enderezado a decidir de modo distinto al que ellos preferían pareció injusta escuchando las intervenciones, no todas consistentes, pero mayoritariamente homogéneas con las trayectorias políticas previas de quienes las pronunciaron. Romagnoli, Polimeni, Helio Rebot y Beatriz Baltroc están sometidos a cualquier escrutinio o cuestionamiento, pero nada autoriza a acusarlos de inmorales sin tener elementos, como se hizo con sobrada ligereza.
Señor Juez: Norberto La Porta (que apoyó a Ibarra en su tradicional estilo discreto) y Smith tuvieron parecidas palabras encomiosas para Julio Maier. El presidente del Superior Tribunal y de la Sala Juzgadora acometió una tarea filo imposible, la de darle calidad y consistencia a un trámite escaso de reglas y de actores sensatos. A fe que lo logró y que se ganó, haciendo gala de bonhomía y de saber, los elogios de postores de posiciones contrapuestas. Seguramente Maier, en su fuero íntimo, pensaba que la sentencia no es la más justa. Pero, como puede (debe) ocurrirles a los hombres democráticos de honor, más allá de sus posiciones, contribuyó con su performance a que se llegara a ella en un marco de decoro institucional, que seguramente hará muy espinoso el intento de judicialización que prometieron Ibarra y Strassera.
Escenarios: Jorge Telerman deberá hacerse cargo de un gobierno debilitado y computar que lo hace con flaca legitimidad. Tras haber manejado con prudencia su interinato, deberá relanzarse y es de libro que debería haber modificaciones en su gabinete. Sus secretarios le ofrecerán las renuncias y hay por lo menos algunos que no dan la traza de tener retorno.
En pos de un nuevo perfil da la impresión de que el nuevo jefe de Gobierno tiene, a nivel nacional, jugada única que es el acercamiento al kirchnerismo. Su –también proverbial– mala onda con Alberto Fernández supone un escollo inicial que, entre peronistas, seguramente la necesidad irá diluyendo. No es simple imaginar cómo se hace funcional esa necesidad (por caso si incluye incorporaciones al gobierno porteño, siendo que el kirchnerismo tiene pleno empleo de sus cuadros en las primeras ligas nacionales) ni si es posible aderezarla con otro tipo de alianzas que superen el aislacionismo en que incurrió crecientemente el ibarrismo.
Superando la consabida frase de Borges, a los políticos no los une el amor, ni sólo el espanto, más bien lo hacen la necesidad y el deseo que tiran más que una yunta de bueyes. La consistencia del macrismo debería servir de acicate a sus antagonistas, en un momento especialmente duro, tras un fallo que acaso contradice a las encuestas de opinión pero que está en línea con el resultado de los comicios de octubre que muchos no supieron leer.
El grito de Antígona: Los familiares de las víctimas, que mayoritariamente eligieron como parte de la asunción de su duelo bregar para defenestrar a Ibarra, festejaron su triunfo. Su presencia y su presión fueron decisivas, no tanto por las agresiones injustificables que realizó una minoría de ellos, sino por la representatividad que la cultura política argentina reconoce a los familiares de las víctimas.
Es real que las faltas achacadas a Ibarra no pueden homologarse a delitos de lesa humanidad o dolosos cometidos por otros gobernantes. Y, ya se subrayó, es factible que el castigo que se le propinó haya sido un infausto precedente. Precedente, valga matizar, sólo reiterable en un improbable contexto de debilidad parlamentaria similar a la que tenía el gobierno porteño.
Pero es también cierto que su búsqueda retoma el discurso y la liturgia de otros reclamos de víctimas, con las que ellos se sintieron identificados. Y que esa legitimidad básica le dio un piso de fuerza que –combinada con las variables políticas ya citadas– alcanzó para expulsar a Ibarra.
El sistema político argentino realmente existente funciona con minorías organizadas, muy representativas de sus bases, aguerridas, dotadas de fuerte capacidad de movilización y de formidable astucia mediática, muy jacobinas, muy poco inclinadas a la negociación. En promedio, esas organizaciones han hecho más bien que mal al sistema. Sirvieron de control a gobiernos deslegitimados, insensibles, abusadores, corruptos cuando no todo eso junto. Esa virtud viene en combo con un contrapeso: sus planteos suelen ser de máxima, su capacidad de veto muy grande, lo que sume al sistema político en un nivel de crispación, de intransigencia y de impredecibilidad muy alto. Piénsese, yendo apenas más lejos, en el intransigente modo de intervención de los vecinos ambientalistas de Gualeguaychú en la política exterior. Pero eso, ya se sugirió, es en parte otra historia, digna de ser discurrida en un día menos impactante.
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