Mié 08.03.2006

EL PAíS • SUBNOTA  › OPINION

Una foto no hace milagros

› Por Beatriz Sarlo

Treinta años después del golpe de Estado, ayer se destituyó al jefe de Gobierno de la ciudad, Aníbal Ibarra, quien, en las últimas semanas, se rodeó de toda la simbología del juicio a las juntas y tuvo como acompañante de tiempo completo a Estela Carlotto, hasta hoy la más respetada dirigente de derechos humanos. Quiso definir un escenario donde él representaba la figura melodramática de la virtud acosada por una conspiración viciosa y maligna. Se llegó a decir, sin temor al ridículo, que se lo perseguía como a un judío en tiempos del nazismo. La desmesura de esta comparación es tanta que sólo puede traer el rechazo de quien la pronuncia, no importa cuáles hayan sido sus pergaminos democráticos.

Pero lo que más sorprendió en este escenario ibarrista es la mezcla de victimización e impudor con que el suspendido jefe de Gobierno ocupaba un lugar no previsto por ningún ceremonial del Estado, flanqueando a Telerman en los actos públicos como si éste fuera el regente de un rey transitoriamente impedido de gobernar. Ibarra actuó en los meses de su juicio político creyendo, como lo creyó durante todo su gobierno, que una buena foto repara cualquier error y que la esfera pública funciona como esfera publicitaria.

Sobre el juicio político seguiremos discutiendo, pero a condición de que se retire el argumento de mala fe de que se trata de un golpe. Los argentinos, hace treinta años, aprendimos lo que es un golpe, y no hay acuerdo parlamentario, ni abierto ni secreto, ni necesario ni espurio, que pueda compararse. Ibarra, por otra parte, podría ser menos remilgado, ya que no lo fue cuando, a principios de año, quiso llamar a un plebiscito para quedarse y reforzar su poder, contradiciendo de modo llamativo la letra del estatuto constitucional de la ciudad, que él mismo había votado. Los legisladores que lo condenaron forman parte de un cuerpo desprestigiado, cuyo renacimiento se frustró después de la autonomía de la ciudad. Todo, en Buenos Aires, deberá reformarse. La caída de Ibarra no asegura por sí misma que la política en la ciudad cambie. Ibarra desperdició no sólo los meses posteriores al incendio de Cromañón, sino su entera gestión por la superficialidad intelectual y el encierro político que parecía cómodo y terminó siendo fatal. Ambos rasgos le impidieron ser un jefe progresista en la ciudad con mayores posibilidades de cambio de la Argentina.

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