EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Mario Wainfeld
La figura del jefe de Gabinete es un engendro urdido en la Constitución de 1994. Esa reforma fue consecuencia de un acuerdo entre el peronismo en su etapa menemista y el radicalismo, que a la luz de su correlación de fuerzas resignificaron la frase de Ricardo Balbín ante el ataúd de Juan Domingo Perón. El líder radical expresó “el que gana gobierna, el que pierde ayuda”, en los noventa el imaginario compartido era “el que gana gobierna y el radicalismo ayuda”, una cristalización de roles que incluía un acicate común: impedir que prosperara un tercero en discordia.
La institución del ministro-jefe fue pensada como parte de ese sistema. También como un mecanismo de compensación, como un puente entre el Ejecutivo (peronista, más vale) y el Parlamento, en el que la UCR tenía algo que decir. Se fantaseó acerca de un cargo para un protagonista prestigiado en ambas orillas del bipartidismo y hasta de un potencial rebusque para casos de crisis política. Pero ese Frankenstein nunca pudo caminar sobre sus propios pies.
Desde que se creó el cargo ningún jefe de Gabinete fue otra cosa que un hombre del oficialismo, casi siempre un soldado del Presidente. Rodolfo Terragno quiso reivindicar un grado de autonomía pero Fernando de la Rúa no se lo permitió. Chrystian Colombo tuvo un poco de juego propio con la oposición pero ese rol fue subproducto de la entropía de la Alianza. Durante el desastre de 2001 se especuló con la posibilidad de ceder la Jefatura para que el peronismo trasfundiera vitalidad y legitimidad a un gobierno que se caía a pedazos. No fue posible, porque ni la cultura política ni la coyuntura daban plafond a un experimento exótico al pensamiento mayoritario de ciudadanos y funcionarios, muy pregnado por la tradición presidencialista.
Los sistemas políticos son lo que quiere el legislador pero la letra escrita sucumbe (o, por ser cautos, cede) ante lo que formatean los usos y costumbres. El jefe de Gabinete es un ministro más. Al kirchnerismo, cuando desplazó a Roberto Lavagna, le gustaba enfatizar la mención del artículo 100 de la Constitución que describe a los ministros como “secretarios” del Presidente, esa mención le calza a Alberto Fernández. No la usa tanto en estos días pero podría hacerlo. Las facultades que discute el Congreso son del presidente, quedando su ejecución a mano del jefe de Ministros.
Al Congreso le concierne confeccionar el presupuesto nacional, con iniciativa en Diputados. Esta manda constitucional funcionó desde siempre al revés. El Ejecutivo proyectaba el presupuesto que el Parlamento discutía. Eso es así en todos los confines del planeta, dada la especificidad de la función ejecutiva. La iniciativa y el diseño global son del gobierno y el Parlamento discute al interior de ese proyecto. La Constitución de Santa Fe sinceró esa circunstancia. A la lógica de la gestión se añade una razón práctica: la enorme asimetría de saberes y recursos técnicos que media entre el Estado y los partidos políticos. Ninguno de ellos podría proyectar algo parecido al presupuesto.
Esa visión realista sugiere que pecan de apocalípticos los relatos de opositores y ciertos académicos acerca de una distorsión de las funciones del jefe de Gabinete. Y también que en muchas ocasiones se mentan funciones excluyentes del Congreso atribuyéndoles dimensiones míticas que nunca tuvieron.
Pero el Gobierno no sale airoso, ni mucho menos, si se toma a la realidad y no a los discursos como vara de medida de la necesidad de modificación de la ley de administración financiera. El oficialismo no tiene ninguna necesidad de pedir cheques en blanco sin plazo de vencimiento a favor de Alberto Fernández. No son verosímiles sus alegatos acerca de situaciones acuciantes en las que el presidente quedaría inerme para intervenir. Este gobierno (para él se legisla porque una norma tan polémica no lo sobrevivirá) es enormemente superavitario y le sobran cajas para echar mano si sobreviene una inundación, un Katrina o otra contingencia inesperada. Además, la coalición Frente para la Victoria-justicialismo cuenta con un dominio sobre el Parlamento que hace ilusoria la hipótesis de un congreso que lo paralice. Por último, en la Argentina, aunque la oposición lo niegue a veces, funciona (con imperfecciones) un sistema representativo. Las elecciones suelen ser libres, el año entrante las habrá en los niveles nacional, provincial y comunal lo que hace inimaginable que los “contreras” se comporten como chicos caprichosos ante una emergencia, ya que intentarlo equivaldría a cavar su propia fosa. Confiar en “la gente” significa no sólo invocar su representación delegativa sino permitir (mejor, fomentar) que el pueblo pueda incidir en la conducta de sus representantes. El que trabe al gobierno en situaciones de necesidad será juzgado por el soberano. ¿Quién puede hacerlo mejor?
Si se despoja de hojarasca bullanguera la polémica, puede sintetizarse como el debate entre dos necesidades del sistema político. La que tiene el Ejecutivo por gestionar, que puede ser trabada por la rigidez de un presupuesto anual. Y la de asegurar una presencia de la oposición en la urdimbre de la ley de leyes. Si se aprobara la modificación que el senado seguía tratando al cierre de esta nota, el Congreso quedaría confinado a aprobar una cifra que es apenas un dibujo, pues la recaudación real supera largamente las previsiones, a esta altura más taimadas que moderadas. El sobrante económico es un recurso político adicional del Gobierno, producto de una praxis en la que descollaron tanto Kirchner como Roberto Lavagna cuando comandaba Economía.
El Gobierno porfía que ansía evitar una asfixia formal pero lo real es que jamás la ha padecido, ni siquiera para cancelar la deuda con el FMI. Todo lleva a deducir que su finalidad esencial en pulseadas como ésta y la del Consejo de la Magistratura, es la pulseada misma. La soledad que el oficialismo se impone (sin conseguir una voz que lo respalde en la sociedad civil) es un dato llamativo. Es una debilidad, en la Rosada se la lee como una prueba de fortaleza.
Nuevamente, el oficialismo habilita un escenario enojoso con una ley cuestionada por inconstitucional, cuestión sobre la que posiblemente deberá expedirse en algún momento la Corte Suprema. Todo en aras de una ley que, bien mirada, nunca fue necesaria para desatar las (ciertamente activas y determinantes) manos del Presidente.
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