EL PAíS
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Renunciamientos supremos
Por Maximiliano Rusconi *
La historia del Estado moderno es la historia de la legitimidad ética y social del poder.
En algún sentido, se ha tratado de pasar de un poder limitado (pero concentrado) a un poder distribuido, que ofrece a los ciudadanos un modelo de contradicción en el medio de la cual la dignidad del ciudadano (y todos sus derechos) pueden sostenerse incluso frente al nacimiento de algo tan tremendamente poderoso como el Estado del mundo actual.
Esa contradicción presenta a los jueces como un vértice estratégico de cualquier sistema político que aspire a algo parecido al Estado de derecho. Los jueces no tienen poder propio, sino sólo poseen aquel que nace de la contradicción con el despliegue casi obsceno de decisiones que se producen desde la función legislativa y ejecutiva y que condicionan de un modo manifiesto la vida de todos los días de todos los ciudadanos.
La ecuación correcta desde el concepto republicano requiere para la función judicial independencia de los poderosos (institucionales o no) y legitimación popular: sí, legitimación popular. Ello es posible formularlo de modo aún más claro: el sistema judicial debe obsesivamente acercarse a las víctimas, a la comunidad, a la sociedad civil organizada, a los barrios y alejarse, con la misma obsesión de los factores de poder (aquellos que, desde hace más de 200 años no requieren defenderse del Estado).
En el medio de un país que no tiene reglas, los ciudadanos de nuestro país han afirmado con ruidos hogareños que creen que el sistema judicial ha seguido el camino inverso y ello ha puesto en blanco y negro una de las dimensiones más nítidas y trágicas de la mencionada hasta el hartazgo “crisis judicial”: la falta de legitimación social.
Se reclaman renunciamientos y quizá ello sea necesario teniendo en cuenta que la función judicial sólo contribuye a la paz social en la medida que se produzca ese diálogo indispensable entre la justicia de una decisión y la confianza popular en el contenido justo de esa misma sentencia, pero mucho más trascendente es el abandono paulatino (como todo proceso cultural) de las visiones corporativas. La comunidad tiene derecho a desconfiar de aquello que no puede ver, de aquello que en forma permanente hemos ocultado. Si hay un futuro en nuestro país sólo se construirá sobre un modelo cada vez más intenso de acercamiento comunitario. Independencia judicial no es independencia de la gente.
* Profesor de Derecho Penal y Procesal Penal de las Universidades de Buenos Aires y Palermo.
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