EL PAíS • SUBNOTA
› Por Susana Viau
Su nombre y sus dos apellidos, por variadas y no siempre buenas razones, se emparentan con la historia argentina desde 1788, cuando el primer José Martínez de Hoz, un rico comerciante acusado de tráfico de esclavos, asistió en calidad de “vecino importante” al cabildo abierto del 22 de mayo de 1810. Aquel José Martínez de Hoz no tuvo hijos, pero como al que Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos, convirtió en heredero al vástago de su hermana, Narciso Alonso Martínez. Narciso multiplicó los panes y los peces, adquirió grandes extensiones de campos y devino accionista del Banco Nacional. Su primogénito, que retomaría para la posteridad el nombre de José Martínez de Hoz, presidió el Banco Provincia y, casi más importante, fundó el Club del Progreso, el Jockey Club y la Sociedad Rural. Se delineaba un rumbo: campos y bancos. Sin embargo, fue el penúltimo de la descendencia, “Josecito” para los íntimos, el que logró lo que ninguno de los suyos había conseguido antes: que el apellido Martínez de Hoz perforara el minúsculo universo de las elites locales y se hiciera popular asociado a “la tablita”, a los negocios sucios a costa del Estado y a la reforma financiera. En fin, a una catástrofe colectiva.
“Josecito” reunía todas las condiciones para hacerse acreedor a un futuro promisorio. Creció rodeado de bon vivants y de mujeres interesadas en embellecer la vida del prójimo: su abuela, la uruguaya Julia Helena Acevedo Larrazábal, orientó su exquisita sensibilidad a la botánica y escribió “Itinerario de mis flores”, un volumen dedicado a explicar el riego de las hortensias y las ventajas del suministro de caldo bordelés a ciertas especies. El abuelo Miguel Alfredo del Corazón de Jesús, mientras tanto, se interesaba por los pura sangre y seguía con atención la construcción del castillo que, camino a Mar del Plata, sería el orgullo de la familia. “Josecito” no se durmió en los laureles de la fortuna paterna: estudió derecho, se graduó con las máximas calificaciones, estudió inglés en Cambridge y asistió a encuentros jurídicos vinculados a problemas agrarios en Florencia. En realidad, el derecho no era para él, sino la puerta de entrada a la verdadera vocación: la economía. La patria lo reclamó pronto: ministro de Economía de Salta, secretario de Agricultura y Ganadería de José María Guido, luego ministro de Economía del mismo presidente y hasta titular de la Junta Nacional de Granos.
No obstante, esos pasajes por áreas del estado nacional y provincial no eran sino el ensayo, los aprontes para la gran performance. El golpe militar del 24 de marzo de 1976 lo convocó al sacrificio. La cabeza de la Revolución Argentina lo conminaba a dejar la seguridad de la actividad privada para aventurarse al mal pago de la cosa pública. “Josecito” se encomendó al cielo y aceptó. El día anterior a su jura como ministro de Economía renunció al directorio de la Italo, la compañía de electricidad que alumbraba a los hogares de la Nación. Pero “Josecito” tenía una virtud, la fidelidad, y la nueva tarea no le haría echar en el olvido sus conchabos anteriores. Por eso, un mes después de asumir el cargo, el 27 de abril de 1976, creó la comisión que debía aconsejarle qué hacer con la eléctrica y el 30 de abril firmó la designación de dos representantes del Estado en la empresa. El, paladín de gestión privada, hizo de tripas corazón y llevó adelante la compra de la empresa por parte del Estado. Sus enemigos dirían más tarde que le había hecho perder al país 350 millones de dólares. A la operación de salvataje la llamaron “negociado”, una palabra que olía a carne y a conservadores. Un rumor similar corrió en torno a la revisión de la ley 11.287, sancionada durante el gobierno de Alvear. La “máquina de impedir” sostenía que se trataba de una derogación “a medida”, que llevaba dedicatoria y se refería a una familia, los Martínez de Hoz y sus propiedades Comalal y Malal-Hue. Se equivocaban. La medida respondía a una íntima convicción: que el impuesto al “enriquecimiento patrimonial a título gratuito” y destinado al “tesoro escolar” atentaba contra la unidad de la familia, espina dorsal del cuerpo social. Eso dijo el ministro.
“Josecito” empezaba a ser, para sus compatriotas, “Joe”. Bajo cualquiera de las dos denominaciones sus ideas no admitían las medias tintas. Josecito-Joe era un hombre de palabra. Por eso le molestó tanto lo que entendió como una grave falta de Federico Gutheim y su hijo Miguel, propietarios de la empresa Sadeco. Los Gutheim, por un imprevisto y extraño impedimento administrativo, no habían podido concretar la exportación el cupos de algodón pactado con una sociedad de Hong Kong. El general Albano Harguindeguy , amigo de Josecito-Joe en las buenas y en las malas (compartían entre otras muchas cosas el entusiasmo por la caza mayor), ministro del Interior, ordenó el arresto de los Gutheim, que quedaron a disposición del Poder Ejecutivo Nacional por “incumplir un contrato comercial”. Agustín Jaime Pazos, subsecretario de Comercio Exterior de “Josecito”, contó después en sede judicial que el arresto de los industriales textiles se había gestado en el ministerio de Economía. El ex comisario Jorge Colotto dio para ello una explicación verosímil: relató que los Gutheim habían sido presionados para compartir su cupo con la firma multinacional Dreyfus y se habían negado. Juan Alemann, secretario de Hacienda de la dictadura, puso en blanco sobre negro el rol de instrumento descartable que el gran capital había adjudicado a los militares golpistas y le cargó la romana a Harguindeguy: “Eran los métodos del gobierno porque había un accionar del terrorismo”, argumentó, para agregar que “el incumplimiento de ese contrato perjudicó la imagen de Argentina en el exterior”.
El advenimiento de la democracia agregó a los títulos y honores de Josecito-Joe cuatro procesamientos: junto a Videla por presuntas irregularidades en la compra de Austral Líneas Aéreas; solito con su alma en una causa por infracción al artículo 265 del Código Penal (Italo) y en otra por administración fraudulenta (deuda externa); el cuarto, “por instigación a la privación ilegítima de la libertad” (caso Gutheim) lo compartió con sus camaradas Harguindeguy y Videla. A Josecito-Joe nadie podría sacarle de la cabeza la sospecha de que, si bien su perseguidor era el juez federal Martín Irurzún, los hilos de su desgracia los movía el jurista y funcionario radical Enrique Paixao. Gracias a él, suele mascullar, iba a pasar 77 interminables días en la Unidad Penitenciaria 22, muy lejos del cuarto piso “G” del Cavanagh, el edificio art déco de la Plaza Francia, y mucho más distante del castillo escocés, cercano a Mar del Plata, que vendió en 2004 al banquero Andrés Garfunkel. “Josecito” entiende que la historia no ha sido justa ni con él ni con los suyos porque la del 76 no fue una dictadura “no había un general que buscaba perpetuarse y hacía lo que quería. El poder estaba dividido en tres partes iguales entre las tres fuerzas armadas”. Curiosa reflexión la de Josecito, que tampoco se sintió cómodo con el indulto en el que lo incluyeron a último momento. El quería el sobreseimiento. Parece improbable, pero ahora puede aprovechar para demostrar su inocencia. Su hijo, abogado de la citi y llamado como él, José Alfredo Martínez de Hoz, ha prometido que “el proceso a mi padre será para la justicia argentina lo que el caso Dreyfus a la justicia francesa”. Habrá que verlo.
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