EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Sandra Russo
Cuando al principio del gobierno de Néstor Kirchner –casi un desconocido para mucha gente–, sus primeras políticas fuertes estuvieron dirigidas a los derechos humanos, hubo sectores que las celebraron, otros que no las entendieron y otros que empezaron una larga y mala digestión.
Aquel Kirchner debutante se dirigió antes que a nadie a los militares, con una resolución que provocó un estupor casi generalizado. Los represores (no son “ex”: si un desaparecido no termina de desaparecer, un desaparecedor no termina de hacer desaparecer) se inquietaron porque la democracia hasta entonces no les había opuesto resistencia, y el campo político de centroizquierda también, porque crisis mediante, por un lado entusiasmaba mucho y por el otro se sospechaba que Kirchner elegía los derechos humanos pero renunciaba al giro económico.
Ya un poco acostumbrados a ese Presidente que un 22 por ciento de los votos nos puso en la Rosada, quienes estábamos de acuerdo con todas esas medidas, y sobre todo con su prioridad, debimos sostener, explicar, defender en sobremesas familiares y reuniones con amigos la idea de que el pasado no había pasado y que los desaparecidos y los más de cuatrocientos jóvenes que siguen viviendo con identidad falsa están presentes. La primera oleada del discurso de la reacción fue instalar la otra idea: basta de revolver mierda, basta de “sembrar discordia”. Incluso dirigentes políticos presuntamente progresistas hasta entonces abonaron a la reacción plegándose al coro bobo de los que juzgaban innecesaria la inmersión judicial masiva en los ’70 para que fueran presos los que ya habían cantado muerte y victoria.
La desaparición de Jorge Julio López indicó que la mano de obra desocupada de los servicios de los ’70 acaso tenga las filas mermadas por el paso del tiempo, pero a ella se ha agregado otra mano de obra desocupada: la de todos los canallas que hubo que apartar con fórceps de las fuerzas de seguridad, también dando pelea ideológica: el blumberismo fue una herramienta perfecta para atacar la política de derechos humanos intentando generar otra idea de seguridad, despolitizada, obesa de tanta carne podrida asimilada.
Esta nueva desaparición completó una escena transparente y bestial, toda vez que implica la existencia de desaparecedores que comparten códigos y métodos con los genocidas. Y que actúan, e intentarán seguir actuando, cargando contra testigos clave en los juicios a represores o contra quienes, como en el caso de Gerez, evitaron que el discurso militarista se infiltrara en el Congreso.
El pasado no pasa y siempre estuvieron ahí. Hemos preferido, como sociedad, no pasar en limpio nunca por qué era “imprudente” avanzar con los juicios de estos criminales: durante este último tiempo, esa sociedad empezó a dejar aislados a los organismos de derechos humanos. Y desapareció López. Y desapareció Gerez, aunque sin duda el reflejo inmediato y su reaparición indiquen que se trata de una patrulla de bestias perdidas.
La única posibilidad racional es cerrar filas contra el pasado que no pasa, y tomar estas dos desapariciones como muestras del Mal que promueven y revelan.
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