EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Mario Wainfeld
Quizás influyan las secuelas más bajoneantes de anteayer, quizá la parla política sea impropia para explicar hechos asombrosos. Como fuera, lo primero que viene a la mente para describir la caída de Felisa Miceli es cotejarla con el gol en contra de Rubén Ayala en la Copa América. Tras varios días de desgaste, un generoso tiempo de descuento que le concedió el Presidente, la ministra de Economía debió dar un paso al costado. La explicación acerca del origen del dinero encontrado en su despacho se demoró y nunca llegó con claridad.
Pocos reproches brotaron ayer en Balcarce 50 pero hubo uno sintomático, susurrado en su primer piso. “Alberto Fernández defendió a Romina Picolotti a capa y espada porque ella le dio elementos y argumentos. Felisa jamás pudo explicarnos a nosotros qué fue lo que pasó”, comparó una mano derecha de Kirchner, que tiene pocas.
Las alegaciones de Miceli siempre fueron pobres desde el punto de vista político, lo que se bastaba para ser letal. Nunca fue una acusada en el banquillo de los tribunales sino una funcionaria sometida a la misma exigencia que la mujer del César. Miceli volvió a confundir los tantos cuando en el texto de su dimisión habló de “actos concernientes a mi vida privada”, una bolsa con plata en el despacho de un funcionario es un hecho público.
La imputación realizada ayer por el fiscal Guillermo Marijuán es minuciosa pero es opinable que tenga mérito suficiente para llamar a indagatoria. El juez federal Daniel Rafecas, verosímilmente, no hubiera citado a Miceli mientras subroga por pocos días a María Romilda Servini de Cubría. La indagatoria es un acto relevante, de enormes consecuencias procesales, lo sensato (y hasta lo cortés) es dejar la resolución en manos de la magistrada que entenderá en la causa.
No había, pues, urgencia judicial pero sí una sustantiva debilidad pública que se acrecentaba con el mero correr de las horas.
Mientras aduce que cuenta con elementos escritos que aún no exhibió, Miceli dispensó al Gobierno de un karma y, según cuentan sus confidentes, lucía más aliviada ayer a la tarde.
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Itinerarios: Al caer el sol el jueves pasado la ministra se costeó hasta la Casa Rosada. Poco más de cien metros separan a Economía de la explanada de la Casa de Gobierno. Como ocurre en casi toda gran ciudad, recorrerlos en auto obliga a fatigar una distancia mucho mayor. Miceli fue caminando, le acercó al Presidente copia de comprobantes que supuestamente probaban la proveniencia del dinero de la bolsa. A esa altura, Néstor Kirchner decía confiar en su buena fe aunque rezongaba porque las explicaciones de la ministra habían llegado en carreta y sin punch. El correr del reloj jugó en contra, la imputación agregó sal a las heridas. Ayer, para llevar la renuncia escrita a la hora del té, se eligió el automóvil.
Miceli señaló que quiere enfrentar a la Justicia como ciudadana común. El gesto de la ministra es correcto, el Gobierno no ha interferido (ni siquiera criticado) el accionar de la Justicia. Son referencias que favorecen a ambos, seguramente no serán los puntos que más cuenten en los próximos días en la agenda mediática.
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Un saldo ambiguo: El abrupto cese de Miceli complejiza cualquier intento de saldo de su gestión, casi cinco meses antes de lo previsto. Las cifras que hablan del crecimiento, el consumo, las reservas, los índices de empleo, incluso las previsiones para los próximos años la posicionarían bien en cualquier ranking mundial entre sus colegas. El ciclo no se interrumpió y algunas turbulencias fuertes como la crisis energética son ajenas a su área de competencia.
Sin embargo, pocos estarán dispuestos a atribuirle méritos personales, que mayoritariamente se distribuirán entre el “modelo” kirchnerista y la gestión del propio Presidente.
Elegida como sucesora de Roberto Lavagna, Miceli no compartía la mayor discusión que enfrentó a su precursor con Kirchner, enfriar la economía o mantenerla a toda máquina. Su criterio, aun previo a su ascenso, coincidía con el presidencial. Sin embargo, nada aportó a ese debate y no se dio especial maña para morigerar la inflación creciente, su contrapartida más obvia. La relativamente eficaz guerrilla desplegada en contra los precios en 2006 la lideró Guillermo Moreno. El mismo secretario tiene la responsabilidad mayor en el relativo fiasco de este año y en el mucho más grave descalabro del Indec. Miceli se llevó como perro y gato con Moreno pero, como en casi toda rencilla seria que tuvo, llevó las de perder.
Concebida como una funcionaria de perfil bajo lo fue en exceso. Para oponerse al diseño clásico de un ministro de Economía casi par del Presidente, incurrió en la disfunción de carecer de vuelo propio. El Ejecutivo es unipersonal, lo ejerce el Presidente elegido por el pueblo. Los ministros son sus auxiliares y no sus competidores como supo haberlos. Pero, contra lo que terminó siendo buena parte del actual gabinete, es deseable que los ministros generen masa crítica engrosando el poder, el prestigio y el saber del mandatario. Con un Presidente activo y omnipresente como Kirchner no hay peligro de superministros que lo eclipsen pero crece el de estar rodeado de gentes que no agregan valor.
Tan feble fue el desempeño de Miceli que hasta olvidó una destreza que sabía ejercitar en el Banco Nación: aportar a la narrativa oficial. El kirchnerismo es muy precario a la hora de transmitir, de definir su lugar en el mundo y sus escenarios futuros, sólo el Presidente lo hace y no alcanza. Nadie recordará algún aporte de Miceli enriqueciendo el discurso económico del propio Kirchner.
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El reemplazo: Kirchner es arisco para cambiar ministros pero, forzado que fue, repitió su modus operandi: designar sobre el pucho al reemplazante. Miguel Peirano es uno de los ministros de Economía más jóvenes de la historia argentina. Ligado desde siempre al sector industrial, el oficialismo descuenta que será bendecido por la UIA. Las dos señales más fuertes que emite su designación son el guiño a ese empresariado y la línea de continuidad: un secretario reemplaza a la ministra, en el linde de la menor alteración posible.
Peirano es, más vale, industrialista, un convencido de que hay que crecer a todo lo que da y asumir los riesgos consiguientes, un partidario de la integración con Brasil. Trajinó la relación con las pymes desde que fue subsecretario del sector, las conoce, valora su empuje, no las endiosa. Es mucho más partidario de políticas de incentivos que las de subsidios.
Su desafío es mostrar que está a la altura de una promoción que llegó ante tempus en una gestión que será complejamente breve.
Le quedan por delante los meses más peliagudos del Gobierno, los del pato cojo, los de la campaña electoral. A esas dificultades de libro se adiciona una etapa muy desmañada del oficialismo.
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Maná: El episodio fue, es y será maná para la oposición que, a diferencia de Brasil, no suma golazos a los que el Gobierno encaja en su propio arco. Cabe imaginar que el festejo respectivo habrá sido un poco más estentóreo en las filas de Lavagna, quien detesta a Miceli por partida doble. La ministra saliente integraba sus equipos y fue, durante un tiempo asombrosamente prolongado, una de los pocos protagonistas de fuste que tenía buen diálogo con Kirchner y con su entonces ministro de Economía. La fuerza gravitatoria de los hechos los fue enfrentando en proporción directa al nivel de confianza que tenían antes.
Más allá de esas subjetividades, el envión fue para toda la oposición.
El gol en contra, digamos para cerrar, se anota en el score de la política. Por buenas o malas razones, usted dirá, nadie imagina que el retiro de Miceli impacte en la marcha de la economía.
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