Mar 17.07.2007

EL PAíS • SUBNOTA  › OPINION

La menos pensada

› Por Marcelo Zlotogwiazda

Si se confirma la fundada sospecha de corrupción, Felisa Miceli no merece indulgencia. Es una afirmación dolorosa y obvia pero necesaria, porque el caso de la ahora ex ministra tiene ingredientes que empujan a la contraproducente tentación de usar una vara especialmente clemente para medir los hechos. El riesgo se origina en la idea de que si había alguien en este gobierno sobre quien no se esperaba algo así era Miceli. Por su trayectoria de compromiso con causas nobles, que por ejemplo la encontraban realizando trabajo social en su escaso tiempo de ocio cuando ya ocupaba cargos de importancia en el Ejecutivo. Tampoco se esperaba algo así de ella sabiendo su patrimonio declarado y, más importante aún, conociendo que su estándar de vida era acorde con una profesional que hizo carrera en relación de dependencia en el sector privado y como funcionaria pública en un Estado que, se sabe, no paga bien, al menos por las vías regulares: hace años que Miceli vive en un dúplex de clase media, media alta con toda la furia; muy acorde a lo que se desprende de su currículum. Si Miceli se ensució las manos, su historia no atenúa el daño sino que lo potencia. “Si ella hace eso, imaginá el resto”, dicen los que se relamen y saborean el escandalete. Pero también lo piensan los desilusionados.

En segundo orden de importancia (otra vez, por las dudas: en segundo orden de importancia), está la inconmensurable torpeza con que Miceli enfrentó el tema. Explicaciones y coartadas que, por lo que ha investigado hasta ahora el inobjetable fiscal Guillermo Marijuán y por lo que se desprende de su alejamiento, se vienen cayendo como un castillo de naipes armado por un arquitecto improvisado. “Ni siquiera supo mentir o inventar una excusa”, se escucha por aquí y por allá, como si esa falta de picardía la descalificara para el cargo que ocupaba. Con la misma liviandad especulativa se podría conjeturar que fue la ineptitud propia de quien no está acostumbrado al barro. Si el “roba pero hacen” es un binomio siniestro, no lo es menos lo que subyace en el razonamiento anterior: para hacer bien hay que ser lo suficientemente hábil para no dejar rastros.

Y por último están los cínicos irrecuperables, una especie nada rara en la política. Son los que, tras burlarse del “descuido en el baño” se jactan de que ellos hubieran zafado denunciando que alguien les plantó los 60.000 dólares pagando el costo de renunciar al dinero. Para ellos la debilidad no es la corrupción sino la avaricia. La corrupción siempre provoca asco. En este caso, las firmes sospechas generan tristeza. Y no es por la incidencia de su forzada y tardía renuncia sobre el rumbo económico, que difícilmente tuerza para mejor o para peor en los seis meses que le quedan a Miguel Peirano. Generan tristeza porque abonan el escepticismo. Porque contribuyen a desacreditar aún más a la política. Y porque el daño se potencia al estar originado por la menos pensada.

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