EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Mario Wainfeld
Por si fuéramos pocos, querelló la abuela o, por ser más precisos, el ministro del Interior. Aníbal Fernández anunció, por radio, que sus abogados llevarán a Elisa Carrió ante la Justicia penal. Se interna así en un malhadado camino que intentaron transitar con anterioridad algunos de sus compañeros de gestión. Julio De Vido amagó con querellar a la misma Carrió en 2004. Enrique Albistur avisó, en 2005, que litigaría contra la revista Noticias. En ambos casos desistieron antes de empezar, cuando ya se habían alzado voces críticas.
Hicieron bien al revisar su primer, indebido, reflejo. Los debates políticos no deben zanjarse en los estrados judiciales y menos debe hacerlo quien tiene poder. El delito de desacato, una rémora monárquica, fue eliminado del Código Penal hace unos años, en un legítimo avance contra los abusos de los gobernantes. La querella, en manos de funcionarios, se le parece demasiado e implica una (maquillada) regresión a tiempos peores.
El Gobierno, con el Presidente a la vanguardia, hace un culto de la extroversión y la sinceridad. Esa ampliación de los márgenes del debate no siempre se cumple con guante de seda ni con todas las pruebas en la mano. Aníbal Fernández, en particular, no se priva de nada a la hora de discutir. Es agresivo, filoso, sardónico en sus mejores momentos. En los peores, derrapa a la descalificación fácil o a la discriminación machista. Decir que no tiene pelos en la lengua es quedarse corto. Ayer mismo, tildó de “mentirosa compulsiva” a Carrió, una de las principales aspirantes a la presidencia en las próximas elecciones.
Si el afán del ministro es refutar en el ágora las gravísimas acusaciones que le hizo la líder del ARI, eligió un camino inadecuado, el trámite durará años y se saldará cuando casi nadie recuerde el episodio. Si quiso preservar su honor a través de una sentencia le bastaba una acción civil que no pusiera en juego la libertad de su contrincante.
Podrá aducirse que las imputaciones de Carrió exceden el normal cauce de las opiniones y lindan con la atribución de una conducta delictiva. Tal es el razonamiento que formuló Fernández en sus declaraciones públicas y que reiteró en una conversación informal con este cronista. Aun así, el riesgo que implica una acción penal instada por el integrante de uno de los poderes del Estado es mayor que el daño que se procura reparar. De ahí que existan proyectos de ley proponiendo prohibir ese recurso a los funcionarios. Hasta tanto se llegue a ese objetivo deseable, los protagonistas deberían ejercitarse en la autolimitación.
La vida política no es un paraíso, impone sinsabores y cargas, categorías que a veces se asemejan mucho. Atender al interés público antes que al particular es uno de esos karmas. Los límites nunca son claros en el mundo real pero, en una perspectiva de conjunto, la democracia se resiente más por las trabas a la libertad de expresión que por eventuales desbordes.
Fernández comentó que ya encomendó a sus abogados aprestar la querella. Bueno sería que imitara a sus pares en situaciones análogas, que se abstuviera del vicio de judicializar la política, dejando que sus letrados disfruten del fin de semana largo.
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