EL PAíS • SUBNOTA
› Por Horacio Verbitsky
Los efectos del misterioso encuentro entre el jefe electo de gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Maurizio Macri, y el presidente de la Iglesia Católica argentina, Jorge Mario Bergoglio, comenzarán a sentirse en los próximos días, cuando la Legislatura trate un proyecto de ampliación de los subsidios a los colegios católicos por 63 millones de pesos hasta fin de año. A cambio, Macri ofreció desalojar sólo la Villa 31 bis, pero no la Villa 31 histórica, donde se estudiaría un proyecto de urbanización para sus actuales habitantes. En la Villa 31 está enterrado Carlos Mugica, el representante más conocido del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo y uno de los iniciadores hace cuatro décadas del equipo sacerdotal villero. Sus actuales integrantes distribuyeron un documento de oposición a los desalojos, cuyo texto fue publicado en el Boletín del Arzobispado de Bergoglio. Los curas participaron en el movimiento de resistencia a los intentos de erradicación durante la dictadura militar y la presidencia de Carlos Menem, y constituyen un actor insoslayable para cualquier fuerza política externa a la villa.
Como parte del despeje del espacio público Macri también se propone limpiar las calles de piqueteros, vendedores ambulantes, familias sin techo y prostitutas/os. Para eso necesita su fuerza propia de seguridad. Esta semana el Senado convertiría en ley el proyecto que ya sancionó la Cámara de Diputados, que le permite crearla. Pero nada dice acerca de la asignación de recursos federales para financiarla, ni de la transferencia parcial de las fuerzas hoy existentes. La ley Cafiero fue una respuesta del oficialismo nacional de entonces a la ascendente Alianza que se hacía fuerte en Buenos Aires. Pero la situación no se modificó cuando el Presidente y el alcalde porteño fueron electos en la misma boleta; tampoco cuando en el segundo mandato de Aníbal Ibarra, la presidencia pasó de Fernando de la Rúa a Eduardo Duhalde y luego a Néstor Kirchner. Es decir que ya se han dado todas las combinaciones posibles de colores y relaciones, de la afinidad a la indiferencia, la tolerancia recíproca y la aversión abierta. Esto significa que el problema es estructural y tiene raíces profundas. Tanto que llegó a los enfrentamientos armados entre la Nación y la provincia de Buenos Aires en 1880, cuando el gobernador de Buenos Aires Carlos Tejedor usó sus fuerzas propias para expulsar de la ciudad al presidente Nicolás Avellaneda y el tucumano mudó la sede del gobierno nacional a Belgrano, desde donde amenazó con tomar la ciudad al frente de tropas nacionales. Al año siguiente la conmemoración de aquellos choques también motivó la intervención de la Iglesia. El Arzobispo Federico Aneiros dispuso oficiar una misa sólo por los caídos porteños, pero el gobierno de Julio A. Roca lo consideró un desacato y ordenó suspender el oficio. Dijo que mientras el Estado Nacional sostuviera el culto, la Iglesia Católica no debía ser más que una dependencia administrativa. Cuando Aneiros se negó, Roca amenazó con tomar la Catedral por la fuerza para impedirlo y el delegado apostólico Luis Matera intervino para evitarlo, ordenando la clausura de la Catedral el día señalado. Las cosas son menos dramáticas un siglo y cuarto después. Si Macri quiere una fuerza que reparta palos para imponer su política importada de Tolerancia Cero con los sectores más débiles de la sociedad, deberá pensar cómo pagarla. Por ahora ha postergado la resolución, distribuyendo 63 palos adicionales al sucesor de Aneiros en la Arquidiócesis de Buenos Aires. Macri y Bergoglio, dos rostros frescos de la nueva política.
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