Mar 25.09.2007

EL PAíS • SUBNOTA  › OPINION

Un líder difícil de describir

› Por Ernesto Seman *
desde Nueva York

Es difícil para Occidente describir al presidente iraní Mahmud Ahmadinejad como un dictador brutal o un fanático religioso, aun si lo es. No es el fantasma que uno quisiera evitar en una calle oscura a medianoche. Con su ropa común y en un barrio cualquiera de Buenos Aires, pasaría como un “turco simpático”, uno de los nuestros, diría alguien desprovisto de la generosa información que poseemos sobre el apoyo sistemático de Irán a acciones terroristas, su vínculo con el movimiento político y terrorista Hezbolá, y las características dictatoriales del régimen iraní. No parece Hussein, ni Bin Laden, ni Mobutu, ni Pinochet, por enumerar imágenes con las que se define la figura antidemocrática contra la cual delineamos nuestros rasgos más civilizadamente seductores.

En tiempos de iniciativa limitada y políticos temerosos, atados a formatos previsibles, virtualmente mudos ante sus audiencias, Ahmadinejad pasó el día de ayer en Nueva York como un líder que, en apariencia, se expuso a las reglas básicas del espacio público democrático: una conferencia de prensa abierta en el National Press Club, una charla pública en la Universidad de Columbia, todo con una sonrisa amplia, en lugares hostiles frente a los cuales no tenía más poder que su palabra y la distancia magnética que aún generan los jefes de Estado.

La conferencia en el Press Club por caso ilustra las dificultades para lidiar con Ahmadinejad. El presidente iraní rechazó una acusación sobre la condena a muerte contra dos reporteros en su país, dijo desconocer los casos y preguntó de quiénes se trataba. El periodista (convencido por su propia fantasmagoría ideológica más que por alguna evidencia de que el iraní rechazaría la pregunta, se enojaría o llamaría a una jihad en su contra) se mostró sorprendido, apenas pudo balbucear los nombres y desde ese momento los roles se invirtieron. Ahmadinejad, secular en sus hábitos y religioso en su prosa, embanderado con principios básicos de la libertad de prensa (acompañar la denuncia con datos precisos e investigación rigurosa), pedía aclaraciones, y el periodista suplicaba “pasemos a la siguiente pregunta” como lo hubiera hecho un dictador incómodo, sepultando para siempre en su ineptitud los escasos segundos en los que esos dos periodistas pudieron haber salvado sus vidas.

Ahmadinejad, cabe decirlo, corre con una ventaja propia de jefes de Estado en general y dictadores en particular: la inaccesibilidad del mundo que tienen bajo su mando, ese control total de la escena futura que les permite mostrarse libres en el presente, invitando a “conocer la realidad en mi país para que cambien de opinión”, como repetía Stalin durante décadas, o Videla durante años; la opresiva libertad que Sciascia vivía en Puertas abiertas. Lo ayudan también otras cosas. Una es la inteligente decisión del régimen iraní de proyectar su imagen al exterior en detrimento de la menos digerible vestimenta del ayatola Ali Khamenei (aun cuando las relaciones de poder hacia adentro sean a la inversa). Otra es la sofisticada burocracia iraní y su agresiva acción en el mundo: lo muestran sus renovados vínculos en América latina con Venezuela, Bolivia y, más importante, los lazos públicos y no tanto con Brasil; la performance de los diplomáticos iraníes en Naciones Unidas muestra la preocupación por su posición en el mundo (o, puesto de otro modo: dar conferencias de prensa abiertas en el exterior y nombrar funcionarios idóneos en Naciones Unidas no es algo de lo que todos puedan jactarse). Otra es la forma en la que la centralidad que Irán adquiere en el mundo ayuda al régimen islámico a disimular, atenuar y reprimir las profundas tensiones entre fuerzas sociales internas desarrolladas en sus 28 años de vida. Y otra es la notable debilidad de la posición de Estados Unidos en Irak, que deja a Irán a las puertas de tener una injerencia sin precedentes entre los movimientos islámicos de la región. Todo lo cual obliga a Estados Unidos a buscar que los medios muestren los misiles iraníes desde todos los ángulos imaginables para confirmar(nos) que, sí, el régimen iraní es un peligro tan grande para la población iraní como para el mundo, e Israel en particular.

Ahmadinejad hablará hoy en Naciones Unidas, al igual que el presidente argentino Néstor Kirchner, quien probablemente señale la falta de cooperación de Irán en la investigación del atentado a la AMIA de 1994. La investidura de jefe de Estado en un mundo diverso lo obliga a Kirchner a defender los intereses de sus ciudadanos, tratando de que esa defensa colabore con (o al menos no obstruya la) la construcción de un orden internacional más justo. La idea de que una acusación de Kirchner a Irán puede nutrir a Estados Unidos de argumentos públicos para un ataque militar es un tanto exagerada. No sólo porque la irrelevancia de Argentina en el mundo es lo suficientemente marcada como para asegurarle una limitada capacidad de daño, sino también porque Estados Unidos ya tiene una docena de ejemplos más claros que el de la AMIA sobre los lazos de Irán con el terrorismo, porque ése no es el eje sobre el cual se argumenta la eventualidad de un ataque (sino su potencial poderío nuclear), y porque Estados Unidos, al mismo tiempo que necesita una imagen antagónica ante la cual actuar, también ha dejado en un segundo plano la construcción de consenso internacional para su acción militar. Paradójicamente, una ofensiva diplomática argentina puede significar mucho más para Irán que para Estados Unidos, en un sentido no muy feliz.

Las estrecheces en las que se encuentra Kirchner y que hacen que el tema sea uno de los más delicados de la agenda internacional pasan por cómo ejercer la defensa de los intereses argentinos de la forma más eficaz: hacer justicia, castigar a los culpables, garantizar que la libertad religiosa y cultural pueda ser ejercida por aquellos que estén en una posición vulnerable, evitar un nuevo atentado; todos objetivos nobles, pero nada indica que vayan de la mano, ni que sean compatibles.

* Escritor y periodista. Su próxima novela, Todo lo sólido, aparece en diciembre.

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